La cantante y actriz Rosario Albornoz ya había experimentado emociones fuertes, que rompían su rutina de ejercicio de la docencia en escuelas y centros de jubilados y diversas actuaciones en el off del teatro porteño (se la vio en Cachafaz y en Fanny el almirante, entre otras obras): hace aproximadamente un año dejó todo y se fue a “hacer” el verano europeo. Armó un repertorio tanguero, un amigo le grabó unas pistas (otro amigo llegó a hacerle sonido vía WhatsApp...) y se lanzó a tocar donde fuera, un restaurant en Lisboa, o un hueco en París, a veces pasando la gorra y otras esquivando a la policía, ayudada por inmigrantes senegaleses. “Quería sacarme la máscara de la actuación y ser yo”, diría al regresar al país. Objetivo cumplido. 

Pero un día, ya en Buenos Aires, revisando el sitio web Alternativa Teatral, encontró el anuncio: “Se busca cantante para trabajo en Asia”. Era para reemplazar a la cantante Silvina Orozco, a partir de enero, de lunes a sábados en un hotel 5 estrellas. Contrato por cinco meses. Bar de tapas. Tenía apenas unos pocos días para decidirse, armar las valijas, ultimar detalles logísticos, etc. 

¿El destino? Ulan Bator, capital de Mongolia.   

Rosario Albornoz, 33 años, soltera (pero de novia), dijo que sí casi sin pensarlo. Al momento de publicarse esta nota de PáginaI12, la cantante está precisamente en Ulan Bator, la capital más fría del mundo y, a priori, uno de los sitios más excéntricos a la hora de pensar un destino artístico.

Albornoz le fue contando a este diario, vía whatsapp, las sucesivas impresiones de su experiencia mongola. Contó de un viaje de 40 horas y cuatro aviones, entre Buenos Aires y la tierra de Gengis Khan: “A lo largo del viaje desayuné como tres veces pero nunca cené, por el cambio de horario. Bajaba en un aeropuerto y siempre era de mañana. No sabía cuándo dormir y al final entre los dos días dormí 8 horas en total”.  

A primera vista Ulan Bator, reconoce, le resultó un poco hostil, pero la impresión cambió de tono rápidamente. “Hacía demasiado frío, después subió un poco la temperatura, hasta, más o menos, 20 grados bajo cero. Así que ahora está ‘caluroso’ (risas). Pero enseguida empecé a sentirme bien. Es que para la gente de acá soy una especie de Madonna (vuelven las risas). No estoy acostumbrada a este tipo de trato. A que la gente haga todo por vos, te sirvan, estoy aprendiendo ese código. Un poco me divierte y un poco me desorienta”.  

Al cantar en uno de los hoteles más importantes de Ulan Bator, su público es, digamos, “selecto”. “Viene gente que maneja las redes del mundo, a escalas enormes. Te cruzás con el jefe de la Armada alemana, embajadores de la ONU, parlamentarios británicos, que vienen por cuestiones de negocios, o por asuntos políticos. Llegan al bar de tapas donde estoy trabajando y terminan totalmente borrachos bailando una canción de Gilda”. 

Albornoz dice que se complica pasear por Ulan Bator, pero igual se las ingenia para recorrer la ciudad. “Hoy hacía 11 grados bajo cero y yo festejaba de lo lindo que estaba, por el sol, así que me fui al centro”, confiesa, en una suerte de diario 2.0. “Me puse la máscara, para prevenir la contaminación, parecía un monstruo. Me tenía que cuidar todo el tiempo de no resbalarme, por el hielo. Quería sacar fotos y, como me tenía que sacar los guantes, se me congelaban las manos”. El encuentro con la gente del lugar admite todos los tópicos del choque de culturas. “En la calle me choqué con la gente muchas veces. Uno va a entrar a un lugar y te cierran la puerta en la cara, no te piden permiso para pasar, no te agradecen. Cuesta acostumbrarse. Pero, a la vez, la gente del hotel donde trabajo es súper amable. Creo que el principal problema es la comunicación. Como todavía no me aprendí los signos del idioma (el mongol se escribe con el alfabeto cirílico, herencia del período comunista, cuando el país estaba bajo la órbita soviética), para comer me manejo con los dibujitos de las comidas, a suerte y verdad”. 

El otro día iba por la calle y la paró una pareja de mongoles. “Me miraban muy raro, ahi me di cuenta de que no hay ningún turista en la calle. Pensé que trabajaban en el hotel. Me está costando mucho diferenciarlos. Suena horrible que lo diga, a ellos les debe pasar lo mismo con nosotros. Además, si me habían dicho su nombre no los podría recordar, son muy largos y difíciles de memorizar (N. de la R.: los mongoles no usan apellidos sino nombres como Otgonbayar, Elbegdorj: se entiende la dificultad). Pensé que eran del hotel, pero no. Estaban practicando inglés y decían estar impresionados de que alguien llegara a Ulan Bator”. 

Otra escena: “tres nenes de unos ocho años, sentados en una barra de una especie de supermercado con barcitos. Se me acercaron totalmente atónitos, pensé que tenía algo raro en la cara, faltaba que me pincharan con un palito”.   

En los recitales vive en otro mundo. Que no es ni el de Buenos Aires ni el de las calles de Ulan Bator. “Son cuatro sets de cinco temas cada uno. Estoy sola, el primer set con guitarra, ahí es todo tranquilo:  tanguitos, valsecitos, música sudamericana, lo que más me gusta y más quiero difundir. En los sets siguientes los tengo que hacer mover, bailar, hago mucho bolero, hago cumbia. Es muy divertido, pero también requiere de todo un entrenamiento, por el tema de la repetición y eso que soy actriz y me la he pasado repitiendo. Soy la mujer orquesta, tengo que establecer un feedback con el público y al mismo tiempo manejar la consola de sonido. Tené en cuenta que es gente muy importante; por ejemplo, después del show me saluda uno y de repente resulta que es el que maneja el negocio de la energía solar del mundo. El contraste conmigo es muy grande. Por un lado me divierte y por otro me inhibe. Pero arriba del escenario los hago bailar cumbia bien argentina, les hago conocer a Celia Cruz, a Juan Luis Guerra. Terminan flasheando con América Latina, doblados y contentos. Ahí se rompen algunas barreras”. 

Albornoz tiene mucho tiempo libre. Dejó de fumar, va al gimnasio todos los días, está leyendo a Marco Polo. Extraña a su novio y las milanesas. En el rubro gastronómico debe contentarse con los buuz (una masa cocida al vapor que recubre una especie de albóndiga de cordero), “que tienen suficiente grasa como para juntar calorías y soportar el frío”. Todavía no se le animó al kumiis (leche cuajada de yegua). Pero más allá de todas las anécdotas, de los contrastes, del exotismo, señala: “Me estoy reencontrando conmigo misma. Cada tanto necesitaría una birra de verano, pero también tengo mi grupito de amigos, los llamo ‘los chicos de la ONU’”.