Las palabras no alcanzan para nombrar el gran misterio de la vida. Mori Ponsowy lo sabe, pero insiste en merodear la intimidad ensamblando perplejidades, extrañezas, miedos, risas y llanto, a través de una bella escritura. Explora la fragilidad humana de una madre-niña –ella misma– que viaja por primera vez a Japón para visitar a su único hijo, Matías Solla, un joven que ha ganado una beca para estudiar fotografía en Tokio, como si fuera una escritora oriental. “Llamo al ascensor. Cuando se abre la puerta, doy un paso para entrar y casi choco con un chico joven que, a su vez, ha dado un paso para salir. Me mira a los ojos. Se asombra. Yo también lo miro. Ahora se ríe. ¡Es Mati! Tiene el pelo como un nido de musaraña, luce flaquísimo, y su piel, que siempre fue muy blanca, ahora está de color marrón. ‘¡No te reconocí!’, le digo. ‘Bueno, pero salúdame’, dice él, y vuelve a reír. Suelto la maleta. No decimos nada más. Nos abrazamos frente al ascensor. Y es sólo entonces –cuando respiro el olor de su cuello, ese olor que reconozco; sólo entonces, cuando le acaricio el pelo ahora convertido en nido; sólo entonces, cuando siento sus costillas marcadas por tanta delgadez– que me doy cuenta de que he viajado al otro lado del mundo para vivir este momento. Este es el silencio y la cercanía que me alimentan. No quiero que este abrazo termine nunca. Este es mi hijo. Y ahora estoy con él”, plantea la narradora de Okâsan. Diario de viaje de una madre (Reservoir Books).

La experiencia del viaje quizá sea como un tatuaje indeleble en la vida de Ponsowy (Buenos Aires, 1967). Tenía un año cuando su familia se instaló en Perú, donde vivió durante siete años; residió casi veinticinco años en Venezuela, estuvo becada en Estados Unidos y regresó a Buenos Aires a principios del 2000. Esta okâsan –que en japonés significa madre con un tratamiento honorífico– responde las preguntas de PáginaI12 desde la ciudad india de Bengalaru, adonde llegó el pasado 1° de febrero, invitada por Sangam House, un programa de residencia internacional para escritores. Ahí está trabajando con la novela que abandonó cuando empezó a escribir Okâsan. El 9 de marzo regresará a Tokio, para la graduación de su hijo y la inauguración de una exposición de fotografía. No hay dramatismo en el tono de la escritora cuando afirma que su hijo “nunca va a volver” a Buenos Aires. “Mati está buscando trabajo porque lo que más quiere en el mundo es poder quedarse en Japón”, cuenta Ponsowy, que en el libro recuerda que su hijo no había cumplido seis años y ya decía que, cuando fuera grande, iba a vivir en Japón. 

–En Okâsan una de las primeras impresiones que te causa Tokio tiene que ver con el silencio. ¿Qué tipo de pensamientos alimenta el silencio?

–Lo más importante en nuestras vidas no puede ser dicho con palabras y, muchas veces, para conocer al otro, hay que escuchar no tanto lo que dice sino el silencio que hay detrás. Me interesa lo que pasa dentro de la gente: lo que los conmueve, lo que les duele, lo que los hace felices. La mayor cercanía entre dos personas se alcanza, creo, cuando pueden compartir el silencio a gusto. Eso une mucho más que mil conversaciones acerca de si hace frío o calor. Los milagros ocurren en silencio. Y creo que la verdadera comunicación también es silenciosa. 

–“Yo le enseñé a hablar: ma-má; ár-bol; ca-sa. Ahora es él quien habla por mí”, escribís en el libro. Tengo la impresión de que la madre de este diario se siente muy frágil y vulnerable, que ese hijo que tiene que hablar por ella la vuelve en cierto modo una niña, ¿no?

–Sí. Durante ese viaje muchas veces sentí que Mati era el adulto y yo la criatura que llega a un mundo nuevo y debe aprender todo desde el principio. Dos años después del viaje, con mi madre ya muy enferma, me pasó lo mismo, pero en sentido inverso: la abrazaba y descubría que mamá, que siempre fue más grande que yo, se había vuelto muy, muy pequeña. Sentía que ella era mi hijita. Quizás ser madre o ser hija no sean roles definitivos, sino papeles que uno va desempeñando. A veces somos madres o padres de nuestros hijos. Otras, padres de nuestros padres. Otras veces, nos convertimos en hijos de nuestros propios hijos. 

–En un momento del diario recordás una novela de Murakami y afirmás que Tokio es “una conjugación de pasado, presente y futuro que se parece más al estado onírico que a la vigilia”.  Tu experiencia en Tokio, ¿fue como la soñaste o la imaginaste? 

–Nada en ese viaje fue como lo había imaginado antes de ir. ¿Pero no es eso algo muy frecuente? Viajar –y quizás también vivir– es como escribir una novela: uno imagina una historia, pero por lo general la historia cobra vida propia y ni el desenlace, ni el camino que nos conduce a él, suelen ser como los imaginamos. Ninguna foto de Tokio, ninguna suma de películas o libros japoneses, nos preparan para lo que se siente al estar en Japón por primera vez. 

–“Escribimos y creamos desde el misterio. No desde un lugar al que decidimos ir, sino desde uno que nos llama y nos atrae sin que tengamos la menor idea de lo que encontraremos allí”, afirmás. El misterio de “Okâsan”, ¿gira en torno del miedo a perder a tu hijo? 

–Creo que el misterio de Okâsan, si es que hay uno, gira en torno a lo que no se puede decir. En torno a aquello para lo cual las palabras no alcanzan. Estar vivos es un misterio. Que no existamos en ningún lugar del universo y, de pronto, comencemos a existir en este planeta, en este tiempo. Crecer, aprender a hablar, envejecer, ¿no son misterios? No hay nada y de pronto hay algo. Hay algo y de pronto ya no hay nada. Tienes un bebé en los brazos, lo alimentas con tu propio cuerpo, es parte de ti y, de pronto, el bebé está lleno de pelos y se va de casa. No logro entender ninguna de esas cosas. Me dejan sin habla. Me maravillan. Quiero escribir sobre ellas, pero no encuentro las palabras. Entonces lo único que puedo hacer es intentar señalar ese misterio que me deja muda. Lo único que puedo hacer es decir: “¡Ahí está! ¡Ahí está!”. Quizás Okâsan da vueltas en torno al misterio. Intenta adivinarlo, lo rodea, lo invita muy suavemente a mostrarse.

–Hay una conversación con el hijo que se va postergando, así como hay una historia que se insinúa y que tampoco termina de contarse, que tiene que ver con la muerte del padre de Mati y la muerte de tu madre. Es como si la escritura trabajara con lo que irremediablemente quedará inconcluso ¿Fue algo deliberado?

–No sé si fue deliberado desde el principio, pero sí lo fue a partir de cierto momento de la escritura. Hay anécdotas y recuerdos muy íntimos que yo no quería publicar. Algunos amigos escritores me dijeron que el libro no se entendía si no contaba eso. Sin embargo, estudiando a (Raymond) Carver, comparando las versiones de sus cuentos antes y después de las correcciones de su editor, Gordon Lish, me di cuenta de que aquello que no se dice es tan importante como lo que sí. Lo que no se cuenta, aquella información que Carver tenía de sus personajes pero que muchas veces, por sugerencia de Lish, decidió no contar, le da a sus cuentos un telón de fondo y una tensión tremendamente enriquecedora.  

–Hay una escena en la que te bañás desnuda junto con otras mujeres y decís que las hermana “la fragilidad humana”. ¿Escribir es también como estar desnuda y hermanada con todas las fragilidades humanas?

–Hay un modo de escribir –pero también hay una manera de estar en el mundo– que se parece bastante a estar desnuda, a saber que la propia fragilidad no es sólo nuestra, sino también la de todos los otros. Me gustaría escribir siempre desde ese lugar, pero lo único que puedo hacer es dejar la puerta abierta para que ocurra. Y no ocurre casi nunca.  

–“Quiero estar en lo que sucede. No quiero apropiármelo: quiero vivirlo”, planteás en el libro. ¿El problema es el dilema que hay entre la escritura y la vida? ¿Cuanto más se vive, menos se escribe? ¿Cuánto más se escribe, menos se vive?

–El problema no es sólo –o no tanto– la tensión entre la escritura y la vida, sino entre vivir o vivir anestesiado. Yo tomé poquísimas fotos en ese viaje porque sentía que tomar fotografías me distanciaba de lo que estaba viviendo. También debo decir que si tengo que elegir entre viajar o escribir, elijo viajar. Entre ir al río o escribir, elijo el río. Entre tomar vino o escribir, elijo el vino. Escribir es muy aburrido. 

–A propósito de la pregunta de Matías cuando lee algo de lo que has escrito, “¿tú de verdad crees que las cosas pasaron así… o sabes que estás inventando?”, ¿cuánta invención hay en Okâsan?

–No inventé. Puede ser que haya exagerado algo, que haya omitido detalles o que mi recuerdo de alguna anécdota sea inexacto. Pero yo creo que no inventé nada... aunque Mati tal vez diría lo contrario. 

–¿Matías leyó el libro? ¿Qué cosas descubrió de vos como madre a través de la lectura?

–Sí, Mati fue el primer lector del libro. Lo que me dijo fue justamente esa frase que mencionaste. Me preguntó, riéndose, si de verdad pensaba que las cosas habían pasado de esa manera. Siempre se ríe de mi memoria inexistente. No creo que al leer Okâsan haya descubierto nada de mí que no supiera, pero quizás sí confirmó lo que ya sabía. Antes de enviar el libro a la editorial le pregunté si estaba de acuerdo en que se publicara y si había alguna parte que él quisiera que sacara y me dijo, de lo más tranquilo, que le parecía que el libro estaba bien así como estaba.  

–¿Cómo lograste dar con el tono del libro, con esa narradora que se emociona, que llora, que recuerda al niño-hijo que está perdiendo-creciendo-madurando, y que atraviesa la muerte del padre de su hijo y de su madre?

–La verdad es que yo no di con nada. El tono vino y lo único que tuve que hacer fue seguirlo. Al principio fue fácil. Después, a medida que la escritura avanzaba y, sobre todo, una vez que volví a Buenos Aires, esa voz se me perdía y pasaba días en los que nada de lo que escribía tenía el mismo registro de lo anterior. Eso fue lo más difícil: no perder el tono. Yo sabía lo que quería contar, pero a veces no encontraba la voz para contarlo.    

–¿Tuviste en cuenta algunos modelos de escrituras de diarios?

–No. Tuve en cuenta nada más que esa voz con la que nació Okâsan. Me gusta pensar que es una voz que tiene algo verdadero. La relación entre el yo que escribe y la voz de la escritura es inconstante. Va y viene. El yo que escribe no gobierna a la voz. La voz se esconde, se calla, de a ratos parece desaparecer. Un hilo tenue los une. El secreto está en seguir ese hilo. En sujetarlo con firmeza para no caer y, al mismo tiempo, con dulzura, para no ahuyentarlo.