Sergio Dasso es investigador principal del Conicet en el Instituto de Astronomía y Física del Espacio y profesor en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires. En este marco, dirige el proyecto científico que se propone instalar un detector de rayos cósmicos, diseñado y construido completamente por manos argentinas. La idea, surgida hace 7 años entre cafés y cervezas con colegas, hoy se convierte en realidad en el laboratorio que montaron a tan solo unos metros de la Base Marambio. A continuación, describe en qué consiste la tecnología, explica por qué es necesario medir el flujo de partículas que ingresan a la Tierra y narra las peculiaridades de investigar en la región más austral del mundo.  

–No todas las personas tienen la oportunidad de visitar la Antártida. ¿Cómo es?

–Es una experiencia interesantísima desde un montón de planos. Mientras investigo observo a través de la ventana paisajes alucinantes, los témpanos inmensos que flotan en el Mar de Weddell me regalan una imagen diferente cada día. Más allá de las temperaturas, la velocidad increíble de los vientos y las copiosas nevadas, estoy viviendo en un continente que no tiene bandera; el único con esta característica en tierra firme. Más allá de que existen bases que pertenecen a los diferentes países, el Tratado Antártico regula este asunto y convierte a la región en un escenario muy particular. Algo similar a lo que ocurre cuando se atraviesan aguas internacionales.

–¿Y por qué hacer ciencia en el continente blanco? Debe ser difícil.

–La logística para llegar y para retornar a Buenos Aires depende mucho del tiempo. Todos nuestros planes están sujetos a modificaciones constantes, por lo que nuestra rutina diaria es compleja. Como no tenemos una ferretería o una casa de electrónica a la vuelta, la planificación general de las campañas debe ser extremadamente cuidadosa. Trabajo en lo que se denomina meteorología del espacio, es decir, estudio el clima espacial. Tiene que ver con la física solar, los rayos cósmicos, las perturbaciones en la ionosfera (parte de la atmósfera que se extiende entre los 80 y los 500 kilómetros de altitud) que obstaculizan, en muchos casos, las comunicaciones vía radio y pueden dañar a los satélites. De hecho, ha ocurrido que –aunque no explotan– han destruido su electrónica y dejan de funcionar por completo.

–Se especializa en los rayos cósmicos, ¿qué son?

–Son aquellos que atraviesan el espacio interplanetario hasta llegar a la Tierra y su campo geomagnético (una especie de imán en el centro del planeta). Si bien hay zonas ecuatoriales donde la superficie está muy protegida y llega poca cantidad de estas partículas; sin embargo, en las regiones polares, el flujo de rayos cósmicos es mucho mayor. Por ello, para nuestro país, la Antártida es un lugar seductor para realizar este tipo de estudios. La idea de venir a este punto del planeta nació como idea hace unos 7 años, tras varias reuniones de oficina y de bar con especialistas del Centro Atómico Bariloche y del Instituto Balseiro. 

–Actualmente, junto a su equipo, está poniendo a punto el detector. ¿Qué características tiene? 

–Estamos aquí desde el 10 de enero para trabajar en el objetivo. El detector fue desarrollado con la base tecnológica que tenían los ejemplares de superficie del Observatorio Pierre Auger (Mendoza), pero con un diseño propio que pudiera operar en las condiciones que presenta la Antártida. En la actualidad, está en funcionamiento y solo faltan ajustes de calibración y testeo para precisar la información y robustecer los datos obtenidos. El asunto fue que, previamente, debimos montar el laboratorio –que se halla a unos 300 metros de la base– para desplegar toda la infraestructura y conseguir instalar el equipo. La idea es que realice mediciones de manera autónoma durante todo el invierno y, para ello, contamos con el apoyo de especialistas del Instituto Antártico que se encargarán de monitorear su actividad mientras nosotros no estamos.

–¿Para qué sirve?

–Detectarlos es importante para el avance de la ciencia básica porque se trata de partículas subatómicas “trazadoras de información”, es decir, que nos traen datos de su origen y las rutas que recorrieron. Por ejemplo, si uno se propone analizar la atmósfera sabe que existe una radiación solar más o menos permanente y que, algunas veces, las nubes bloquean la llegada del sol a la superficie. Entonces, se puede inferir que existen objetos (nubes) con propiedades (del agua en particular) que dispersan la luz. Algo muy similar ocurre con los rayos cósmicos: si uno caracteriza su nivel de flujo típico y, en un momento dado, comienza a observar que disminuye de manera drástica se puede inferir que una nube de plasma (expulsada desde el sol) está interfiriendo en el camino. Como resultado, a partir de las partículas recibidas se torna posible conocer algunas de las características de esa nube magnética. Incluso, cuando golpean a la Tierra pueden ocasionar efectos de “Space Weather” (clima espacial) muy importantes. 

–¿Cómo cuáles? 

–Lo que hacen es perturbar el entorno espacial de la Tierra y afectan, por caso, los satélites y las comunicaciones vía radio entre las aeronaves. También perjudican la correcta interpretación de la señal de los sistemas GPS que, ante eventos como éstos, suelen aumentar los márgenes de error porque se generan retrasos adicionales en los cálculos de geolocalización. Comprender cómo actúan los rayos cósmicos es importante para el clima espacial pero no debemos olvidar que no son los únicos fenómenos que ocurren. Equivale a creer que con un pararrayos es posible caracterizar todo el estado de la atmósfera.

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