El zapping incesante no muestra novedades. Las películas del servicio básico del cable son viejas. Las noticias se repiten. Sin “Fútbol para todos” hay maratones de partidos, de hace veinte o cuarenta años, “inolvidables” según reza el graph. La queja se repite: ya no hay nada para ver. Al menos para las audiencias analógicas que aguardan la programación, la televisión de verano se vuelve aún más redundante y tediosa. 

Sin dudas, en los últimos años hemos experimentado una alteración en los hábitos de consumo que personaliza la oferta para aumentar la demanda de contenidos de entretenimientos. Al respecto, se suele diagnosticar –casi por deporte– la “muerte” –o la larga agonía– de la televisión como medio de comunicación masivo y central en el hogar. Algo similar se le señala al periodismo gráfico e incluso a la radio, como un augurio que siempre encuentra regocijo en los datos de baja de ventas, publicidad y se enciende una y otra vez como polémica. Creo que el problema no se encuentra en el medio, sino en el contenido. Es decir estamos ante la crisis del entretenimiento aún en su prolífica oferta.

El entretenimiento como una suspensión en el tiempo (“entre”) hasta el “tener”, cumple la función de despertar el goce en ese intersticio por un momento fugaz. El problema actual radica en que todo distrae e incluso, distrae de la misma distracción. En ese escenario, la televisión tiene poco para mostrar. Hay, entonces, una saturación del comentario en forma de paneles de debate en el que la polémica se vuelve una coreografía repetida que habilita a la próxima emisión. 

Una causa de la crisis es que el contenido ya no es el producto sino la materia prima, en tanto capture atención y tiempo para que el usuario produzca datos. En este aspecto, la televisión analógica todavía no pudo resolver la gula del “big data”, apenas tiene el “share”, el “rating” y eventualmente, los hashtags de twitter. Solo los codificadores digitales tienen esa posibilidad de recopilar hábitos de consumo, mientras que Netflix o YouTube no le quiten espacio de pantalla. 

De modo que el “entre” del entretenimiento se borra porque solo hay simultaneidad de consumo y de producción de datos. Allí los algoritmos al predecir los hábitos y las conductas, nos evitan las búsquedas. La capacidad de la pregunta se atrofia porque las aplicaciones nos traen respuestas anticipadas. Cliente y esclavo, entonces, marcan la dinámica del contenido en estos tiempos.

Por su parte, la publicidad –tanto comercial como política–, vira hacia las redes sociales: con mayor segmentación y precisión para capturar la atención, con relatos anecdóticos y ácidos. Es decir, logran construir sentido en el entretener de sus mensajes, incluso en los que parecen fallidos o incorrectos. 

Sin distinción entre el contenido informativo-formativo al entretenimiento en las pantallas que nos rodean, los mensajes mediáticos promueven las sensaciones instantáneas para borrar las narraciones históricas, ideológicas y profundamente políticas que, también, atraviesan los consumos culturales. En esta queja del “no hay para ver”, se vislumbra la tragedia de la crisis del contenido: muchos productos accesibles que no nos son propios, porque no estamos representados, sino que trabajamos en su engranaje sin saber ni cómo ni para qué.  

*  Doctora en Comunicación (UNLP), docente investigadora Unlam y UNM.