La ironía es la forma más sutil de la inteligencia. “Sus versos son de momento apenas notas sueltas, de las que solo con desbordante imaginación se podría llegar a hacer un poema”. La risa se impone línea tras línea, como si el lubricante de la lectura fuera exclusivamente la risa. “No solo los manuscritos son con frecuencia ilegibles, los textos mecanografiados también. Parece que nos ha enviado usted la décima copia. ¡Piedad! Los ojos no se compran ni con moneda extranjera”. Podría ser una versión más cómica aún del “Pare de sufrir” de los pastores brasileños en clave literaria. “Sus poemas, querida, son anticuados tanto en la forma como en el ámbito de las ideas. Es algo sorprendente en una joven de diecinueve años. ¿No serán versos copiados del álbum de recuerdos de su bisabuela?”. Uno más: “Sus poemas recuerdan las laboriosas traducciones de un lenguaje sencillo a uno enmarañado, tanto que entran ganas de solicitar que nos envíe los originales a partir de los cuales se realizó esta estéril labor”. Correo literario (Nórdica), traducido por Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz, reúne 236 textos que la poeta Wislawa Szymborska escribió a lo largo de casi veintiún años en la sección homónima de la revista polaca Vida literaria, en respuesta a las consultas de aspirantes a escritores que le enviaban sus obras.

El título completo del libro de la Premio Nobel de Literatura es más que ilustrativo: Correo literario o cómo llegar a ser (o no llegar a ser) escritor. En una conversación con Teresa Walas, Szymborska (1923-2012) recuerda que “no se trataba de ejecuciones irreversibles” los textos que redactaba para la revista, aunque algunas “condenadas” y “condenados” lo hayan vivido como una experiencia traumática. Una sentencia inapelable. “¿Despiadada? –se pregunta la propia poeta–. Yo también empecé con poemas y con relatos malos. Y sé que eso de que te echen un jarro de agua fría en la cabeza tiene efectos terapéuticos”. En otro tramo explicita lo que fue el “auténtico calvario” de la sección: el ejemplo de Arthur Rimbaud. “Los autores de dieciséis años, por regla general, sabían que a su edad había escrito poemas geniales, así que ¿por qué iban a ser peores los suyos?”. Nunca hay soberbia ni pedantería en la textura de su escritura; es una ironía que la tiene a ella misma como principal protagonista. “Como materialistas estamos convencidos de que los fantasmas nunca dicen la verdad -advierte en uno de los textos-. Por eso nos resulta imposible creernos una intriga urdida en el más allá y las subsiguientes peripecias las seguimos con resignación. Le aconsejamos que lea más, que salga con mayor frecuencia y tenga más contacto con la realidad, y que escriba menos y que se haga solo aquellas preguntas a las que es posible dar respuesta”.

La risa de Wislawa no es agresiva ni violenta, aunque en el complejo magma de las susceptibilidades haya lastimado y herido a diestra y siniestra. En su caso, se podría afirmar que la risa fue la estrategia que encontró más a mano para enfrentar la angustia, para neutralizar los pesares de las sucesivas particiones de Polonia, Hitler, Stalin, la ocupación del país, la presencia de los campos de concentración como los de Auschwitz-Birkenau y Treblinka. La risa como conjuro al rosario de infinitas calamidades. Correo literario no es una rareza ideal para un coleccionista distraído. Tampoco emerge como una suerte de eslabón perdido, escamoteado o expurgado por vergüenza. En los poemas de esa abuela sonriente con mohines de niña traviesa, que más de uno hubiera deseado abrazar en su espartano departamento de Cracovia, la risa también adquiere el ropaje de la pregunta, la interrogación, la vacilación. Como si la certeza, parece sugerirnos, fuera la tumba inexorable del verso. “¿Existe, pues, un mundo/ sobre el que tengo un dominio absoluto? ¿Un tiempo que ato con cadenas de signos?/ ¿Una existencia infinita a mis órdenes?”, se lee al principio del poema “La alegría de escribir”. Y qué alegría produce leer a Wislawa en estos “correos literarios”, donde se podría afirmar, intentando plagiar un famoso refrán, que lo zumbón no quita lo profundo. “¡Pero si no son más que fragmentos, pedacitos, trocitos! ¿Cómo podemos pronunciarnos sobre la calidad de esos poemas si a uno le falta el principio, a otro el final y acá y allá faltan distintas palabras? Nos sorprende mucho que usted, maestra de profesión, tenga una actitud tan dejada hacia sus propias composiciones. Por favor, vuelva a enviarnos sus poemas una vez que los haya revisado cuidadosamente y completado allá donde sea necesario”.  

Hay momentos excepcionales donde la brevedad de la frase es como una navaja filosa imposible de igualar. “Pregunta usted si la vida tiene algún balor. El diccionario de ortografía contesta que no”. Hay textos que podrían integrar una suerte de vademécum para talleres literarios y escuelas de escritura. “El final del poema sobre la primavera: ‘Amo el mundo y él me ama igual./ Juntos nunca lo pasaremos mal’ nos lo sabemos ya de memoria y lo hemos incorporado a nuestra colección de divisas vitales. El resto es, desgraciadamente, más flojo”.