Original por único, auténtico por fidedigno, irrepetible por definitivo. Sobre estas asociaciones se fue formalizando lo lógico y definiendo lo meritorio para señalar los horizontes del gusto. Sobre estos intereses, que no excluyeron a la canción, se edificó durante décadas un sistema de valores. Sin embargo, como supo escribir el poeta Edgar Bayley, “…tras el canto un nuevo roce se prolonga y las madrugadas esconden abecedarios inauditos”. Acaso sea esa la voz que guía a Liliana Herrero en Canción sobre canción, su nuevo disco, editado por el sello Elefante en una Habitación y producido a través de una financiación colectiva. Se trata de otro lúcido ensayo de la cantora, acerca de lo que revela la interpretación en sus pliegues. Esta vez sobre canciones de Fito Páez. 

   Junto a Pedro Rossi en guitarra y Ariel Naón en contrabajo, con la participación además de Mariano Cantero en percusión, Mariano Agustoni en piano, Martin Pantyrer en clarinete bajo y Federico Siksnys en bandoneón, Herrero regresa al universo de Páez. La amiga viene de visita, toma lo que por vivencia le pertenece, lo que de alguna manera intuye propio. En definitiva, lo que necesita para recomponer una memoria personal y compartida. Desde ahí canta. Y la canción no es la misma, aunque por momentos una delicada filigrana la reconduzca a sus umbrales.  

   “Giros”, “Mariposa Teknicolor” –con un estremecedor contrapunto de sentidos de Fernando Cabrera como cierre–, “Del 63”, “Carabelas nada”, “Tres agujas”, son algunos de los temas del prolífico creador rosarino que articulan una obra que, por sobre la interesada discusión de los géneros y sus pertenencias, reivindica la fecunda idea de música como espacio de lo posible. Si muchas de estas canciones supieron dar varias vueltas en los circuitos del gusto masivo y de distintas maneras destilan el afecto multitudinario que justifica los talismanes, para Herrero no dejan de ser obras abiertas, retazos de memoria expuestos a la tarea inacabable del tiempo y sus fórmulas encantadoras. “Dajarla partir”, solo con guitarra, “Ambar violeta”, con contrabajo y el bandoneón finalmente empleado como instrumento armónico, y “Tatuaje falso”, son buenas muestras de esta idea.

   Rossi y Naón, productores artísticos junto a Herrero, son los arquitectos de un sonido que la cantora termina de definir en el teatro de la voz. A partir de su personal manera de recostarse sobre cada palabra, es capaz de crear otro mapa de sentidos, descubrir otros caminos posibles, profundizar aproximaciones y exaltar diferencias, para al final fundar la razón de lo que suena nuevo y sin embargo ya estaba. Herrero distingue cada momento de lo que canta con inflexiones mínimas, entre el guiño de la congoja y el arrebato de la ira, y hasta es capaz de quebrar la voz para satisfacer a la palabra, para enseguida recomponerse en la firme calidez de su estilo tardío.

    Del otro lado está la nobleza de las canciones de Páez. Sin ellas, por supuesto, nada hubiese sido posible. A menudo perspicaces en sus contenidos, siempre sólidas en su construcción y “bañadas de delicadas profecías”, como describe Horacio González en las notas que acompañan la edición del disco, los temas de Paéz son el óptimo punto de partida para que Herrero cumpla la tarea circular –bien definida en la magnífica foto de Nora Lezano que es tapa del disco– de cantar sobre lo cantado. Como Bach componiendo en alemán sobre las melodías del italiano Pergolesi, o Charlie Parker improvisando “Anthropology” sobre una secuencia armónica de Gershwin, o Chazarreta transcribiendo una zamba en la notación musical europea, se trata de las variantes del mismo gesto transformador.  

Convencida de lo que canta, una vez más Herrero revuelve las entrañas de lo establecido y desafía la lógica de lo determinado. Lo hace con un trabajo en el que originalidad y autenticidad se resignifican a través de las garantías del afecto y los dividendos del riesgo. Canción sobre canción interpela la quietud de los originales, rasga su pureza a través de la actividad creativa que a lo largo de la historia se llamó contrahacer, parodiar, transcribir, arreglar, interpretar, pero que todavía hoy, de tan natural, ninguna definición es capaz de contener totalmente. Y sin embargo sostiene la implacable función transformadora propia del arte. 

   En ese punto imposible y verdadero, en el instante fugaz en el que una canción se detiene a escuchar a otra, Herrero, con su voz, canta a Páez.