Tocar la trompeta para gran desesperación de sus vecinos tenía que ver con un procedimiento higiénico. Cuando estaba cansado, fatigado, por haber escrito o leído mucho, tocar un rato la trompeta era un ejercicio respiratorio formidable. Pero la tocaba mal. Decía que no estaba dotado para ser músico. Y ponía un ejemplo: "Si alguien empieza a estudiar un instrumento junto conmigo me aventaja al cabo de diez días, rápidamente; me quedo atrás. Entonces me llegó a parecer un poco absurdo insistir en un camino que, evidentemente, no es el mío. Mejor escuchar a los que lo hacen bien y seguir escribiendo". 

La palabra jazz era tan popular en los años '20 que el novelista Scott Fitzgerald la llamó la "era del jazz". King Oliver, Louis Armstrong, Jelly Roll Morton, Sidney Bechet pusieron la música en Nueva Orleáns y en Chicago, entre campos de algodón, racismo y el llamado mercado del ocio. Era también música de baile ligera, fosxtrots y el toque lento del blues.

Pero en los años 30 el jazz era una palabra silenciada por la llamada crisis de Wall Street. No había público, la industria discográfica se hundía. Lo que vino fue el swing de las big bands, los jóvenes sólo querían bailar de la mano de Benny Goodman y Gene Krupa, los reyes del swing, la radio se encargó de su difusión y de su popularidad. Pero también estaba Duke Ellington, más sutil, el pianista Count Basie en Kansas City con Lester Young en la fila de saxos y el baterista Jo Jones. Y estaban también otros maestros de la tradición: Bix Beiderbecke y Fats Waller.

Una vez le preguntaron ¿qué discos salvaría del diluvio? Entonces contestó que se llevaría discos del viejo Armstrong y de Duke, de los años veinte al treinta.

-Como ves no he evolucionado mucho -, dijo, acaso riendo. 

Cuando el swing se hizo demasiado repetitivo, tan cargado, tan bailable, a principios de los 40 aparecieron unos jóvenes, negros, para crear una música que revolucionó el jazz. Uno de ellos se llamó Charlie Parker, sus solos en el saxo eran sorprendentes; su sonido pasaba del susurro al grito, del blues melancólico a la velocidad desaforada. El tipo aumentaba los acordes rápidos e improvisaba sobre las notas más altas.  Sacerdote e Iluminado, eso era Parker. A su música, a la de sus socios, el audaz e ingenioso trompetista Dizzy Gillespie, el increíble pianista Bud Powell, el baterista Max Roach, la llamaron bebop. Una música poco comercial con los Estados Unidos en pie de guerra aunque con muchos lugares que abrían sus puertas a pequeñas formaciones musicales. El bebop se convierte en una subcultura, en arte serio, predominaban las barbas, las boinas, los anteojos de marcos gruesos y las drogas.

"Tocan acordes tan raros que no tienen ningún sentido", se quejó Armstrong, mientras Parker, autodidacta, maestro del saxo alto, con su estilo rápido y técnicamente avanzado, le respondía a Satchmo haciendo malabarismos impensados. Un crítico dijo que el bebop podría derivar de la palabra Go!, en alusión a la exclamación del público que iba a los clubes de jazz de la calle 52 de Nueva York, una especie de grito de apoyo a los músicos que improvisaban a toda velocidad.

Lejos de Nueva York, en 1946 llegaron a Buenos Aires los primeros discos de bebop, los LP en 78 revoluciones. El compró uno de Charlie Parker que incluía los temas "Lover Man" y "Ornithology". El disco se llamó Bird Lives y lo editó un sello que se llamaba Dial Records. El no sabía nada de Parker. Compró el disco, lo escuchó y no entendió nada. Pero su cabeza un día le hizo clic y desde entonces, muchas músicas que había oído hasta ese momento perdieron sentido. Hoy ese disco de Parker es uno de los grandes clásicos del jazz de todos los tiempos.

"No, yo no lo conocí personalmente ‑contó‑, aunque sí estéticamente, porque me tocó vivir en el momento en que Charlie Parker renovó completamente la estética del jazz y después de un período en que nadie creía y la gente estaba desconcertada por un sistema de sonidos que no tenía nada que ver con lo habitual, se dieron cuenta de que allí había un genio de la música".

A él lo perseguía desde hacía varios meses una historia, un cuento largo, en el que por primera vez se enfrentaba con un semejante. Pensó en construir un personaje asimilable al hombre de la calle, un hombre medio, pero que tuviera esa sed de absoluto. Imaginaba un pintor, un escritor pero un día, leyendo un número de la revista francesa Jazz Hot, supo de la muerte de Parker y al leer su biografía se encontró con un hombre angustiado a todo lo largo de su vida, no solamente por la droga sino por lo que él, de alguna manera, había sentido en su música: un deseo de romper las barreras como si buscara otra cosa, pasar al otro lado.

Ese era su personaje. No podía utilizar su nombre; no tenía derecho; hizo simplemente un guiño a los lectores en la dedicatoria. Cambió su nombre, pero una buena parte de las anécdotas que dice Johnny Carter le ocurrieron verdaderamente a Charlie Parker: la historia del Café de Flore cuando se arrodilla delante de la mesa; el hecho de que incendie el hotel donde vivía, aunque haya ocurrido en New York y no en París.

En 1951, nuestro hombre dejó la Argentina y partió a París. Se sabe que el jazz aparece en muchas más páginas de sus obras, escribió apasionados artículos sobre jazz, como "La vuelta al piano de Thelonius Monk", a propósito de un concierto al que asistió en Ginebra en marzo del 66.

Antes de irse del país escribió "El perseguidor", la gran nouvelle que lleva a la ficción fragmentos de la vida de Parker (incluida en el libro Las Armas Secretas en 1959), la obra más celebrada por los amantes del jazz. La historia del saxofonista que alucinaba que su vida iba 15 minutos por delante de él, una metáfora maravillosa que definía la forma de tocar de Bird.

Decía: "Me di cuenta muchos años después que si yo no hubiera escrito 'El perseguidor', habría sido incapaz de escribir 'Rayuela'. El perseguidor es la pequeña 'Rayuela'. En principio están ya contenidos allí los problemas de 'Rayuela'. El problema de un hombre que descubre de golpe, Johnny en un caso y Oliveira en el otro, que una fatalidad biológica lo ha hecho nacer y lo ha metido en un mundo que él no acepta, Johnny por sus motivos y Oliveira por motivos más intelectuales, más elaborados, más metafísicos. Pero se parecen mucho en esencia. Johnny y Oliveira son dos individuos que cuestionan, que ponen en crisis, que niegan lo que la gran mayoría acepta por una especie de fatalidad histórica y social. Entran en el juego, viven sus vidas, nacen, viven y mueren. Ellos dos no están de acuerdo y los dos tienen un destino trágico porque están en contra. Se oponen por motivos diferentes. Bueno, era la primera vez en mi trabajo de escritor y en mi vida personal en que eso traduce una nueva visión del mundo. Y luego eso explica por qué yo entré en una dimensión que podríamos llamar política si quieres decir, empecé a interesarme por problemas históricos que hasta ese momento me habían dejado totalmente indiferente".

Era un melómano, es decir una persona con una especie de tendencia al furor vinculada a la música. Y todo melómano tiene su discoteca. El tuvo la suya. Pero antes de dejar la Argentina, se encargó de regalar discos a amigos y desconocidos. Le parecía cruel y estúpido dejar los discos guardados, silenciosos, inútiles. Otra parte de su discoteca de jazz la vendió, fue un dolor grande, porque ese tipo de discos, que había acumulado con sus primeros pesos y compartido con otros estudiantes amigos que se reunían en un sótano, con una victrola a cuerda, para escuchar a Armstrong y a Ellington, eran irremplazables. Llegó a tener unos doscientos discos de primera línea. Cuando descubrió que su deseo de conservar los discos obedecía al maldito sentimiento de propiedad, que es la ruina de los hombres ‑decía‑, los vendió a ojos cerrados. 

Le gustaba pensar que en algunas noches de Buenos Aires, música que fue suya, crecería en una sala, en una casa y se haría realidad para gentes a quienes quería. Se llevó a París un solo disco, metido entre la ropa; es un viejísimo blues de su tiempo de estudiante, que se llama Stack O'Lee Blues.

Se encontró en el París de los 50 y de los 60 con la ebullición del jazz en docenas de clubes de la orilla izquierda. A esa París, a Europa, fueron a parar genios gringos. Esos músicos se encontraron con un público más amplio y receptivo, llegando muchos de ellos (como Bud Powell o Kenny Clarke) a autoexiliarse en París.

El jazz --señalaba--, el creado por los negros y único que merece tal nombre, los jazzmen negros no llegaron a plantearse la cuestión que yo he querido analizar: la tenían resuelta de antemano con ignorante sabiduría. Entre ellos no hay autores y ejecutantes, músicos e intérpretes. Todos ellos son músicos. No tratan de ejecutar creaciones ajenas; apoyan su orquesta sobre una melodía y un ritmo conocidos, y crean, libremente, su música. Jamás se dirá de tales artistas que sean fieles, como tampoco cabe decir que no lo sean; calificaciones sin sentido en el jazz. Melodías viejas como sus algodonales, jamás escritas porque la música no puede ser escrita, afloran de sus pianos, sus saxos y sus clarinetes con la gracia ubicua de ser siempre las mismas y, sin embargo, cada vez nuevas músicas. Porque en el corazón de los negros y de los que, a pesar de la pigmentación, sentimos el jazz como legítima vivencia estética, late a cada instante una nueva música nacida de la jubilosa matriz del viejo tema.

En alguna ocasión dijo haber empezado a escuchar música de jazz entre los años 1928 y 1929 y que, de golpe, descubrió ese fenómeno maravilloso que constituye su esencia: la improvisación. En ese entonces, la única posibilidad era la radio porque no venía ninguna orquesta extranjera a Buenos Aires y no había ninguna orquesta argentina de jazz.

Contó, por ejemplo, la primera vez: "El primer disco de jazz que escuché por la radio quedó casi ahogado por los alaridos de espanto de mi familia, que naturalmente calificaba eso de música de negros, eran incapaces de descubrir la melodía y el ritmo no les importaba. A partir de ahí empezaron las peleas, porque yo trataba de sintonizar jazz y ellos buscaban tangos. De todos modos empecé a retener nombres y me metí en un universo musical que a mí me parecía extraordinario. Por la simple razón de que, aunque me gustaba y me sigue gustando el tango, me bastó escuchar algunas grandes interpretaciones de jazz para medir la inmensa diferencia cualitativa que hay entre esas dos musicas".

Después de Charlie Parker, lo impresionaron Miles Davis y John Coltrane. Y se hizo amigo de un notable músico francés, muy buen amigo de jazz, Michel Portal. Y conoció a un rosarino, Gato Barbieri, que forjó un estilo musical interesante. Con un tango crea una canción de free jazz a veces muy romántica y lírica y con un fondo bellísimo. Los que le rodean responden admirablemente a sus sentimientos.

‑-¿Y su manera de hacer gritar el saxo, una característica de su música que unos atribuyen al Tercer Mundo?‑ lo sondeó un periodista.

-‑La idea del Tercer Mundo tiene implicaciones políticas en la música de Gato Barbieri. Trata de mostrar que se puede tocar buen jazz cuando se es de Latinoamérica‑ contestó.

--¿Escuchas jazz a diario? ¿Escuchas mientras trabajas?-- le preguntaron.

--Sí ‑-contestó-‑, escucho dos o tres discos de jazz por día y bastante más música clásica. Pero jamás pongo música mientras hago otra cosa. Los que compusieron esa música no lo hicieron para que fuera un fondo musical sino para que lo oyéramos con la misma atención con la que leemos un libro.

Amaba el jazz porque era una música que permitía todas las imaginaciones. ¿Se puede trasladar esto a la literatura? La respuesta es sí y Rayuela -‑dicen los que saben-‑ es el mejor ejemplo de esto.

Tenía una teoría: 1) el jazz es la única música surrealista, es decir,  la improvisación es importante en el jazz y en la escritura, 2) su estilo de escritura tenía que tener cierto swing, y 3) le gustaba compararse con el músico de jazz que enfrenta un take, con la misma espontaneidad de la improvisación.

"Yo creo -‑reflexionaba-‑ que la escritura que no tiene un ritmo basado en la construcción sintáctica, en la puntuación, en el desarrollo del período, que se convierte simplemente en la prosa que transmite la información con grandes choques internos, sin llegar a la cacofonía, carece de lo que yo busco en mis cuentos. Carece de esa especie de swing, para emplear un término del jazz".

Nadie ha podido explicar qué cosa es el swing. La explicación más aproximada es que si uno tiene un tiempo de cuatro por cuatro, el músico de jazz adelanta o atrasa instintivamente esos tiempos. Y entonces, una melodía trivial, cantada tal como fue compuesta, con sus tiempos bien marcados, es atrapada de inmediato por el músico de jazz con una modificación del ritmo, con la introducción de ese swing que crea una tensión. El buen auditor de jazz escucha ese jazz, lo atrapa por el lado del swing, de ese ritmo especial. 

-‑Y eso es lo que yo siempre he tratado de hacer en mis cuentos. Una de las experiencias más bellas en el jazz es escuchar eso que llaman los distintos ensayos de una pieza antes de ser grabada y observar cómo siendo siempre la misma pieza es también otra cosa. Porque hay una orquestación, un orden de entrada y a veces hay pasajes escritos, pero cada gran instrumentista, un trompetista, un saxofonista, un pianista, hace el segundo take de una manera que es diferente del primero, y el tercero difiere del segundo, es realmente una improvisación.

Julio Cortázar -‑de él se trata-‑ nos legó su voz para explicarnos qué es el jazz y dejó escrito aquello de swing, luego existo.

   

Fuente consultada: "El jazz en la obra de Cortázar", selección y edición de José Luis Maire (Fundación Juan March, 2003)