Ni en el momento más alto, la parábola llegó a sentarlo en la cima del mundo. La única chance obtenida para disputar el título mundial -‑una categoría más alta que la suya-‑ fue frente al campeón norteamericano Ike Williams. Ese negro comía al lado de los leones. Yo lo vi a Gatica como la despilfarró en menos de dos minutos. El mono, de pelo suelto. Se subía al ring sin paralelos ni meridianos, con el rumbo perdido en un mundo insondable, donde solo sabes que el enemigo, realmente existe.

Cuando un colectivo de la línea 295 lo partió al medio, Gatica estaba entrando en la psicosis sin haber salido de la infancia. Arrastraba una pierna como un ancla. Dicen que producto del ensayo de una pelea de catch programada por Martin Karadagian para Titanes en el ring. Pero la exhibición nunca se llevó a cabo, otra oportunidad desaprovechada. Gatica estaba desterrado del boxeo profesional desde la Libertadora. Y se rumoreaba su regreso, así como los anuncios de "Monos" truchos en cuanto festival del boxeo barrial hubiera. 

Una historia paradigmática entre muchas. En el sentido inmediato, la de un boxeador perdido por la joda, como Locche, Monzón, Uby Sacco o La Hiena Barrios. Arquetipo del provinciano cabecita negra, analfa, grosero, rebelde, que sentirá más temprano que tarde los azotes que el cinto de la moral argentina le propinaría por el lomo. Todo el mundo lo sabe; los cabecitas llevan la camisa afuera mientras no cagan de secos. Pero cuando dan un batacazo, empiezan a aparecer los smokings brillantes y esas enormes corbatas con un moño a lunares y uno o dos anillos por dedo. Y hasta se podría sospechar que González Tuñón se inspiró en Gatica para escribir "Los ladrones".

O eso de "La ciudad del hambre", de los años treinta, escrita por Tuñón, sí, Raúl y no Enrique. El que habla de la villa de los pobres, la que está al lado del tren, en plena malaria por la milonga de guita que quebraron los yanquis.  Ese Tuñón, el que escribe aquello de "Atroces ciudadelas sucias y derramadas / de viviendas como hongos; / latones, bolsas, zanjas hundidas por las lluvias, / mordidas por los vientos./ Barrios de soles turbios y lunas oxidadas, /de noches enemigas y de hoscas madrugadas,/ y la insólita fuga de los perros sedientos". El perro sediento es el mono Gatica, en los huecos de Constitución.

Perón lo vio y se lo llevó con él. Se lo llevó porque Evita sabía de los trompazos y el General tuvo que ceder. El mono era inconveniente, incluso para Perón.  Como Evita, también inconveniente, cuando frenaba en seco a un milico o le daba un bife al ministro delante del público. El mono era de esa misma raza, de venir de abajo y a los golpes e imponerse. Dos potencias se saludan, dijo cuando lo saludó a Perón en el Luna, antes de vencer a Prada por puntos. Perón y el mono a la misma altura, eso decía la frase, que Perón y el mono eran lo mismo.

La proscripción de la fusiladora fue definitiva. ¿Quién se mantuvo en pie ante tanta barbarie? Mientras las bestias metían y fusilaban, el mono Gatica vendía muñequitos de Independiente en la puerta de la cancha. Vivía en una villa de la isla Maciel con su mujer y con su hija, la ahijada de Perón y de Evita. El desborde del Riachuelo lo dejó sin nada. Sin los guantes y sin el rosario que le regaló Evita a la nena ("Si tuviera una firma de la señora, la podría haber vendido", decía).

Se murió por acumular tanta pobreza y tanta rabia. Lo mismo que lo subió al ring, es lo mismo que lo mató: esa pobreza y esa rabia.