Algo nos puede sorprender en el medio del camino, en un viaje y, en este caso, en un estilo narrativo. Esa es la primera sensación al leer Ñeri de Juan Solá, como si el clima de agobio, impureza y destino marcado de sus personajes estuviera por encima de cualquier trama literaria. Ni siquiera se describe un mundo, es sólo una habitación donde los hijos se van yendo uno a uno pues la violencia paterna y materna va una y otra vez en aumento. Cada capítulo es la saga de un hijo que busca la libertad y huye, una faena costosa que implica crecer y ganarse la vida. Hay pocos rastros en la literatura argentina de esta asfixia contenida, tal vez Juan José Manauta marcando los rebencazos del trabajo esclavo de la vida rural, el propio Abelardo Castillo con su célebre cuento Patrón, a Horacio Quiroga en “La gallina degollada” y tampoco se puede dejar de lado el clima de las obras de Esteban Echeverría, en especial El matadero; esta probable genealogía, o quizás también correspondencias no necesariamente buscadas por el autor, señalan sin embargo el horizonte posible que eligió Solá para construir su estilo que consiste en poner a prueba y someter a una fuerte presión lingüística una gran carga de odio tamizada por una novela inaugural en su género. Pero lo aquí fluye como una marea de lodo que se nos viene encima son los caminos que toman siete hijos para escapar del pantano familiar. No importa viajar 40 horas en micro desde la Patagonia a la estación de ómnibus de Retiro, no importa vender guías Filcar del recorrido de los medios de transporte en los colectivos, lo que importa es que el narrador construye con estilo, con varios registros bien manejados, un anecdotario como radiografía de los progenitores que golpean y suelen decir “a mí me duele más que a vos”, de los que toman de rehenes a sus hijos y logran que la casa se vaya pareciendo a un cuartel más que a un hogar. Y sin embargo, los puñetazos no fueron suficientes para doblegarlos ni mucho menos para impedirles crecer. 

El tono elegido no es la grandilocuencia, no es el formato- terror, no es el del puño atenuado dentro de una tela de arpillera. El tono que elije Solá se asemeja a las metáforas poéticas diseminadas por dentro de un bagaje narrativo. Por momentos, se emparenta con el diario íntimo, contándole en susurros fuertes, terminantes, secretos y sucesos al lector, que se transforma en el golpeado, en el que escapa, el que pierde, el abusado, al castigado de diversas maneras. 

Los hechos tocan fondo cuando las hijas empiezan a tener novios y la madre derrapa mal, sin red alguna. Ya nunca más en esa casa volverán a reír y mucho menos a llorar, no sea cosa de darle el gusto a los cancerberos. Este es el mundo creado por un texto que sostiene como emblema, como memoria sustancial, el vínculo entre hermanos; así la trama gira, rompe las cadenas, da un vuelco y activa una pausa en medio de tanto temblor. De esta manera se asoma la memoria de los juegos de infancia, elemento que constituye una suerte de bálsamo narrativo ante tanta impiedad, como la complicidad por momentos imperecedera y a veces ríspida entre los hermanos, en los tiempos en que vivía la abuela Alba. Entonces, la pregunta que sostiene emprender el camino lejos de casa es: ¿Por qué él no nos quiere?, en alusión al padre. De esta manera irrumpe un nuevo cuadrante en la novela, el hombre en cuestión era “normal” cuando trabajaba en la fábrica, cuando llevaba en hombros a  sus hijos, cuando jugaba y hacía muñecos con ellos. Y si de diario íntimo se trata las cartas desde el barrio de Boedo a la ciudad de Madrid en España entre Federico y Agustín quienes fueron amantes (“Dios se esconde en un orgasmo”) en un tiempo en que la vida los puso a prueba y la distancia les quitó todo de un plumazo. 

Solá en ningún momento confunde recuerdos con fantasmas y pone en escena la crisis del 2001 en toda su dimensión, la existencia del hambre en el país de una vaca por persona como también a siete hermanos durmiendo en un cuarto. El misterio del amor, los diálogos, los climas teatrales como cuando uno de los personajes no puede embocar el palo en un escobillón, los climas de complicidad y calidez a veces tropiezan con la reiteración de pálidas pero nada de eso altera la potencia de Ñeri (palabra que cada lector traducirá a su manera). De afuera parece un texto sobre una cárcel y por dentro es un manojo de sentido, esfuerzo, condensación y cierre. Juan Solá nació en Entre Ríos en 1989, publicó las novelas La Chaco, Naranjo en Flúo y los libros de relatos Microalmas y Epicaurbana.