A sus casi 90 años, Pepe Soriano desafía el paso inexorable del tiempo. Sus expresiones, gestos y palabras son de una lucidez admirable, que se despliega tanto abajo como arriba de los escenarios, a los que sigue subiendo para reconfirmar su pasión por la actuación. Con una agenda cargada que reúne proyectos de teatro y cine, el actor trabaja actualmente en el último tramo del rodaje de Nocturna, una nueva película que lo tendrá como protagonista, y en la que compartirá pantalla con Marilú Marini, bajo la dirección de Gonzalo Calzada. 

En pleno desarrollo de su actividad, al mismo tiempo también se luce en el Teatro Picadilly con Rotos de amor (ver aparte), donde comparte cartel con colegas de importante trayectoria como Gustavo Garzón, Víctor Laplace y Osvaldo Laport. Ahí, en su camarín y poco antes de otra función, es donde Soriano recibe a PáginaI12, para revelar que ese espíritu enérgico que lo mantiene activo es el mismo que se transmite en su discurso generoso en el que se cruzan algunas anécdotas con críticas agudas a la realidad. Por eso es que, antes de las preguntas, lanza una objeción sobre la fugacidad con la que hoy se vive. “Este es un momento bastante particular, en el que estamos transcurriendo un tiempo más líquido que nunca. La Asociación Argentina de Actores cumple cien años, y hace cien años los actores eran una entidad que duraba un determinado tiempo, como Muiño o los Podestá, para terminar siendo parte de una leyenda. Todo eso hoy no dura nada. Se cayó un compañero de un escenario y está en una situación delicadísima, pero ya pasó ese día. Y todo pasa así”, dice. 

A contramano de esa velocidad, Soriano saborea cada instante, y se muestra satisfecho con su trabajo artístico e incluso sindical en la Sociedad Argentina de Gestión de Actores Intérpretes (Sagai). “Como actor, debo haberme equivocado muchísimas veces, pero junto con algunos compañeros dejé fundada Sagai, que es una entidad. Me siento cumplido con eso y con mi vocación”, asegura. Pero entre las reflexiones y los balances, también hace un lugar para recordar los orígenes de una carrera que ya supera las siete décadas. Y es entonces cuando habla de su infancia en el barrio de Colegiales, del potrero y la pelota de trapo, de los carnavales y los baldazos de agua fría. De la Navidad y el Año Nuevo festejados en la calle. Y de la casa donde nació y creció, y en la que sigue viviendo. Quizá sea por eso que el tiempo para él, de alguna forma, se detuvo. 

–¿Por qué decidió ser actor?

–Es una cosa bastante rara. A los 5 años, por un amigo del barrio ingresé en una organización de colegios salesianos llamada Exploradores de Don Bosco, que es como un equivalente a los Boy Scouts, pero con otra formación. Ahí se hacía teatro de niños, que lo dirigía un cura, y hacíamos papelones para la familia. Después de esa historia, cuando terminé la secundaria fui a la facultad a estudiar abogacía. Pero fui un mal estudiante, porque esa no era mi pasión. Un domingo en la biblioteca, unos compañeros me comentaron que se había formado un teatro universitario y fui. Así conocí al director Antonio Cunill Cabanellas, quien me dio mi primer papel en la obra Gas, del autor alemán Georg Kaiser. Ahí empezó mi tarea. Tenía 18 años. Cuando cumplí 22, Cunill Cabanellas fue nombrado director del Teatro General San Martín y quiso inaugurar la temporada con Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, en el Teatro Colón. Al principio, quiso que yo interpretara al protagonista, pero después me dijo: “No te conoce nadie”, y me dio otro papel. Tenía razón. Y así empecé. Hasta hoy.

Un poco a partir de esa biografía, que incluye sus primeros pasos en el oficio teatral, Soriano creó uno de sus hitos teatrales: El loro calabrés, un unipersonal que ya lleva más de cuarenta años y con el que recorrió el país, América latina, Europa e Israel. Con una adaptación de esa obra, que tituló El loro sigue contando, el intérprete siguió girando durante 2018 y hasta principios de este año, para repasar su vida artística y personal. “En mi casa, mi abuelo, que era zapatero, trabajaba en el patio bajo la parra y escuchaba en la radio una audición que se llamaba La hora calabresa, donde cantaba Domenico Ventrici, ‘el cantor calabrés’. Mi abuelo nunca aprendió a hablar castellano, hablaba en dialecto calabrés, y tenía un loro que repetía lo que él decía y cantaba las canciones de Ventrici. De ahí sale el título, porque ese es mi primer recuerdo”, cuenta.     

–¿Cómo se originó ese espectáculo?

–Nació en el período militar, en una situación que fue terrible y no vale la pena mencionar. En ese contexto, astutamente, me fui a distintos pueblos a hacer esa obra porque ahí no podían localizarme. Recorrí todo el país, menos Catamarca.

–Ahí habla de sus recuerdos de infancia...

–Sí, cuento mi infancia y canto algo. Incluso, yo me hice la música para El loro, y Angel Mahler la grabó. Pero lo fundamental, y esto es histórico, es que yo recibo y despido a la gente. Espero a los espectadores en el hall del teatro y le doy la mano a cada uno. Eso en el teatro no pasa. En la obra, además, bajo a la platea y reparto pan entre el público. Es como si fuera una ceremonia religiosa, pero laica. Rompo con la mano el pan, mirando a la gente a los ojos y le digo a cada uno: “Hermano: esto es pan de paz y trabajo”. Eso fue El loro.

–¿Le sigue dando satisfacción hacer esta obra?

–Siempre. Fui convocado para hacerla hasta en las iglesias y en misa. Pero fui cambiando algunas cosas del texto. De los espectáculos que he hecho, he dejado algunos y he puesto otros, como Canto latinoamericano, obra que hice en el Teatro San Martín y de la que me enamoré mucho. También incorporé a un poeta, que es un cura y un loco hermoso, más viejito que yo, y que me entusiasmó mucho, llamado Ernesto Cardenal. Porque él habla de una América de convivencia, de paz y amor, soñada por muchos de nosotros.

–Después de tantos años arriba de las tablas, ¿qué significa el teatro para usted?

–El teatro es mi vida. Pero el mundo cambió y el teatro ha cambiado con el mundo. El oficio también se ha expandido. Sólo tengo un temor, y es que no sé si actualmente un actor piensa en su proyección y en su amor por este trabajo, y si la sociedad le da la posibilidad de subsistir. Hay gente con mucho talento, pero que tiene que trabajar de otra cosa porque el teatro no le alcanza para vivir. Estamos perdiendo grandes actores y no tenemos la posibilidad de remediarlo, porque no hay fuentes de trabajo. La Argentina ya no produce una televisión digna que nos alcance a todos, y el cine tiende a desaparecer.

–Usted tiene también una carrera muy extensa en cine y ahora está filmando una nueva película. ¿Puede adelantar algo de este proyecto?      

–Nocturna es un thriller psicológico donde interpreto un tipo que está en el último día de su vida, con grandes pérdidas de memoria y de la realidad, y con retornos a la infancia y a sueños deshechos. Cuando leí el libro me interesó mucho. Además, tengo una compañera entrañable y hermosa persona como Marilú Marini, a quien conozco hace muchos años.

–¿Cómo es seguir viviendo de una pasión a los 89 años?

–Hay dos tiempos. Uno cronológico, que yo lo digo, no lo oculto. ¿Pero cuál es mi tiempo interno? Mi tiempo interno es el que yo tenía cuando tenía entre 20 y 30 años. Tengo deseo de hacer y de participar, no sólo desde mi vanidad y mi omnipotencia, que las tengo, sino también desde mi necesidad de expresarme arriba de un tablado. Eso sigue exactamente igual. Lo que sí tengo, porque la edad cronológica me lo indica, es menos fuerza. Hoy no puedo bailar en Chorus Line (risas). Eso es una limitación que sí me impone el paso del tiempo. 

–Pero están la energía y las ganas...

–Sí. Y además, con la ganancia que dan los años, tuve la suerte de conocer y vivir en otro lugar, como España, donde me trataron maravillosamente bien. Sigo agradecido con la gente de ese país por cómo me atendió y me cuidó, empezando por mi eterno amigo Héctor Alterio. Allá me dieron calidad de trabajo y respeto, pero yo llegué a la conclusión muy clara de que soy de acá. Y eso a mí me ayuda para poder trabajar para el resto de los actores, porque hay mucho compañero joven, con talento, que necesita desarrollarse y tenemos que luchar para crearle las condiciones y que pueda trabajar y expresarse.