Cuando el maestro Sigmund Freud afirmó que “la Iglesia es una institución homosexual con instintos coartados en su fin”, se quedó a mitad de camino. Al menos así lo deja claro Frédéric Martel en su texto de más de 600 páginas, en el que apoyado en más de 1500 testimonios realizados en el Vaticano y en 30 países –entre los que se cuentan 41 cardenales, 52 obispos, 45 nuncios apostólicos y embajadores extranjeros y más de doscientos sacerdotes y seminaristas- afirma lo que desde tiempos inmemoriales fue un rumor o un secreto a voces: los gays no son la excepción sino la regla en la Santa Sede. Por ende la utopía del Cardenal Quarracino de confinar a los homosexuales en una isla donde pudieran tener sus orgías, formar sus extrañas familias de hombres y vestirse con sus extravagancias no era tal. Está ubicada en un lugar geográfico específico: nada menos que la ciudad de los sueños de cualquier ambicioso prelado bajo los eróticos frescos de Miguel Ángel y las narices del Papa.

Lejos del riguroso academicismo del genial John Bowell en obras tales como “Cristianismo, tolerancia y homosexualidad” y más cercano a aquel Roger Peyrefitte que en su documentada novela Las llaves de San Pedro se burlaba del Papa Pio XII  hablando de él en femenino y aludiendo a las relaciones homosexuales de los religiosos (no conozco otro antecedente que aquella non fiction por más que Martel insista cuando le consulto sobre el tema que Las llaves... era meramente una ficción) en Sodoma (Roca Editorial) Martel termina afirmando que el Vaticano es en cierta forma una institución gay que concentra “una de las mayores comunidades gay del mundo mayor incluso que el barrio Castro en San Francisco”.

Mientras almorzamos un generoso tapeo en el patio de un hotel de San Telmo, Martel, que está dando entrevistas y charlas sobre su libro desde las 7 a.m., no pierde en ningún momento la paciencia, la simpatía y amabilidad y habla con el mismo entusiasmo de su última producción.

En tu libro señalás que viviste en tres departamentos diferentes del Vaticano. ¿Cómo lograste que te invitaran?

–A través de lo que podríamos denominar una red gay. Otros amigos gays de Francia y de otras partes del mundo que a su vez eran amigos de gays sacerdotes que viven en el Vaticano. Cuando se tiene las fuentes es fácil empezar una investigación. Los religiosos sabían que yo era gay que me especializaba en investigar temas LGTB  porque para ello basta con googlearme. Por otra parte también contaba con fuentes de sacerdotes gays en distintos países, incluso acá en Argentina. Básicamente pude entrar en el Vaticano gracias al entorno gay francés y latino.

¿Cómo es la vida gay de los religiosos tanto dentro como fuera del Vaticano?

–El Vaticano es una ciudad y las maneras de vivir la homosexualidad son tan variables como la naturaleza humana. Lo mismo ocurre en el resto del mundo. Hay curas homófilos que son homosexuales pero que no lo practican y respetan el voto de castidad. Hay curas a los que les gustan los hombres y al no tener una vida sexual activa creen que no son gays. Su cultura, su psicología, el hecho de haberse subjetivado en una cultura de la homofobia hace que piensen que ellos no son gays pero yo creo que sí lo son. Hay curas homófobos que tienen o no una vida sexual activa más o menos regular a veces con seminaristas e incluso con prostitutos y que acusan a otros curas de ser homosexuales y tampoco reconocen que ellos mismo lo son. Asimismo hay curas que tienen novios o relaciones permanentes.

Como ya nos conocemos desde hace años me tomo el atrevimiento de una pregunta light y personal. ¿Tuviste romance con algún sacerdote? 

–No (risas). Pero es algo normal que haya un cierto ambiente o aire de seducción tanto entre las personas homo como heterosexuales. Ellos sabían que yo era gay, por eso mismo me habían invitado y se sentían cómodos y en confianza al estar conmigo. 

En el libro señalás que algunos sacerdotes intentaron seducirte. ¿Hay algún patrón común en el estilo de abordaje sensual de los religiosos?

–En realidad era al revés. Yo me les acercaba. Yo quería conocerlos. Eran muy cuidadosos conmigo y luego se desarrollaba una amistad. Yo volvía constantemente. Viví durante cuatro años una semana en Roma, también en el Vaticano en tres departamentos diferentes: uno de un cardenal, otro de un obispo y otro de un sacerdote. La cotidianeidad favorecía cierto acercamiento sensual.  

Queda en el libro una sensación amarga, algo semejante a que ser puto es algo malo y que se acerca demasiado a esos discursos condenatorios que hablaban de un lobby gay. ¿Cuál fue tu intención en el libro?

–El problema no es la homosexualidad. El problema es la sexualidad que se niega, que se reprime, que se miente. Mentís a los otros y te mentís a vos mismo. Eso convierte a la Iglesia en una institución hipócrita. Eso culmina en conformar una cultura del secretismo donde se oculta y se miente respecto a la sexualidad en general y con consecuencias nefastas. No solamente porque muchas vidas podrían ser más sencillas y más gozosas sino porque la cultura del secretismo termina por conformar un patrón de silencio. Y ese manto de silencio cubre no solamente a las relaciones hetero y homosexuales sino también los abusos sexuales. La mentira y el secreto terminan siendo una forma de vida. Entonces el obispo que no quiere que se sepa que tiene una vida sexual activa encubre al sacerdote que comete abusos sexuales para no ser él mismo delatado.  Hay muchos chantajes en este sentido. Mi intención fue denunciar esa hipocresía en el Vaticano, delatar al Vaticano, no a personas en particular. Por otra parte no existe el lobby gay en el Vaticano. El lobby gay fue el discurso reaccionario y de la prensa de derechas mediante el cual se acusa a los gays de hacer política pro gay en el Vaticano. A su vez tanto Benedicto como Francisco hablaron de lobby gay. Los gays en el Vaticano están en el clóset. Pero no en uno solo sino en varios clóset. Por más que sean homosexuales y homófilos no pueden desarrollar una política pro gay. Al contrario, frecuentemente el discurso y la política debe ser homofóbica por más que personalmente sean gays. Es muy esquizofrénico.

La descripción más gráfica de esa esquizofrenia es sin dudas la imagen que retratas del cardenal Alfonso López Trujillo.

–Sí, la cultura del secretismo y la hipocresía del Vaticano generan ese tipo de personajes nefastos. López Trujillo era un cardenal de Medellín, muy influyente y cercano tanto a Juan Pablo II como a Benedicto XVI. Estaba muy en contra de la teología de la liberación y del progresismo. Atacaba muchísimo a la homosexualidad. Él fue el director del Concilio de la Familia bajo Juan Pablo II y luchaba en contra de las relaciones prematrimoniales, del divorcio, de la homosexualidad por supuesto, e incluso de los preservativos. En todos lados se la pasaba denunciando el uso de los preservativos. En un momento álgido en que el sida mató a millones de personas. Y yo descubrí que él era gay, que estaba todo el tiempo insinuándose con todo el mundo, e intentaba seducir de maneras muy agresivas a  seminaristas y sacerdotes porque su debilidad eran los jóvenes.  Mandaba a contratar prostitutos de manera rutinaria con quienes tenía prácticas sadomasoquistas mientras pregonaba las enseñanzas de la Iglesia que afirman que todos los homosexuales son enfermos y promovía la expulsión de sacerdotes de los cuáles se creyera que eran homosexuales. 

¿Cuál es la situación más divertida que te tocó vivir en el desarrollo de la investigación?

–(Se tapa la boca simulando pudor. Risas.) El libro es divertido. Hay situaciones conmovedoras y otras graciosas que parecen de película. Yo me río y empatizo mucho con los curas gays. Puedo nombrar muchas situaciones. Cuando Francesco Lepore cuenta que en el Vaticano entre los gays le ponían motes a los cardenales, feminizándolos o aludían a los que tenían mancebos o a los que eran sacerdotes en el Vaticano y de noche homosexuales en bares y clubes. Cuando se hablaba de cardenales llamándoles su Eminencia y aprovechando el femenino decían cosas tales como “Su Eminencia puede estar orgullosa o es demasiado buena o está loca” o “¡Qué generosa es su Eminencia!”. O las fotos extravagantes del cardenal Burke que con toda la parafernalia de capelos, sombreros y colores insólitos propios del vestuario cardenalicio asemeja una diva o un cardenal drag queen. 

Tengo entendido que Didier Eribon se pronunció en contra del libro. ¿Cómo reaccionaron la intelectualidad y la militancia gay?

–Didier Eribon no dijo nada. Tengo un conflicto anterior con él pero no está relacionado con este libro. Por otro lado a los activistas gays les encantó el libro. 

¿Por qué creés que este libro no se hizo antes?

–Una cuestión fundamental es que yo soy gay. Los sacerdotes en el Vaticano tienen una vida bastante relajada… no tienen mucho que hacer. Estaban contentos de hablar. Si sos italiano, sería complejo. Por la prensa y por las editoriales. Si sos un periodista que trabaja dentro del Vaticano si hacés este libro, podés perder tu trabajo.  Si sos heterosexual, no captás el código ni las redes. Por eso era necesario que este libro fuera escrito por un francés, que es gay, que no es parte del Vaticano y que conoce y maneja el código. O sea yo (risas).

Por último, ¿qué significa “pertenecer a la parroquia”?

–“Pertenecer a la parroquia” es en la jerga del Vaticano formar parte de ese rebaño mayoritario de ovejas descarriadas que aman a su mismo sexo y al que nadie puede ser ajeno o indiferente y mucho menos los ojos avezados del Papa Francisco que les conoce perfectamente y a quienes en ocasiones están dirigidos sus discursos sobre “hipócritas” que llevan “vidas ocultas y con frecuencia disolutas”. Esa presencia gay también puede explicar en parte que el Papa sea tan contradictorio en sus discursos sobre la homosexualidad. Es decir un día es gay friendly y al otro día condenatorio. Él respeta a las personas gays, las recibe e incluso las defiende pero la institución eclesiástica determina que tenga que ser contrario a las políticas gays o de promoción de derechos de los gays.