Cuando llegué al bar la charla estaba in media res. Es decir, a la mitad: uno había planteado la disyuntiva y otras dos tenían posiciones distantes. No iba yo a ser la que calmara las aguas. Venía calculando la falta de equilibrio que me daban los pequeñísimos tacos elegidos para el coqueto bar de tragos donde ese jueves cuatro amigues nos reunímos a charlar de la mismísima vida o a beber y criticar gente, que es más o menos lo mismo. La cosa que estaba así, in media res, partida como las vaquitas que exponen los carniceros en sus locales, era la discusión sobre si nuestro amigo que se descubrió repentinamente atraído por un otro amigo, debía decírselo inmediatamente o esperar a que el sentimiento se acomode. ¿Será que podía acomodarse eso que nacía así, de una mañana a la otra, deseando besar, recorrer el cuerpo del compañero de aventuras amistosas convertido súbitamente en aparición cupidesca? El abanico de respuestas se abría en la mesa llena de vasos y pasaba de mano en mano: “que tenés que esperar y ver qué pasa, que son muchos años de amistad para que algo pueda salir mal” rezaba una de las posiciones más recatadas. Otra agitaba el lado salvaje de la vida: “llámalo ya, decile que te despertaste pensando en él, en besarlo, en quererlo, que la vida es ahora. Nos la pasamos relantando lo que sentimos, vivimos con miedo a decir lo que nos sucede”. Ahí mismo paré la pelota como si hubiese sonado el timbre del recreo. ¿Sí? ¿De verdad vivimos con miedo? deslicé congelando la cancha. Claro, saltó rápidamente la que había volcado esa verdad y siguió defendiéndola.  Mientras intentaba seguir el hilo me quedé mirándola, yéndome sola hacia el sí. Vivimos con miedo a decir lo que nos pasa con nuestro deseo: especulamos con las redes sociales para invitar a salir a alguien, buscamos comentarios de sus seguidores o amigues en común, montamos una mecanismo efectivo de investigación certera. Podemos saber  todo del otre soñade pero aún así la persona que se sienta enfrente nuestro en un bar es un misterio. Un misterio como la posibilidad del amigue convertido en amor. 

¿Pensás que a él le puede pasar lo mismo? se escuchó en la mesa como si la voz que pronunciaba la pregunta viniera de otra parte. En medio segundo se puso en acción la maquinaria de la retrospectiva histórica de las amistades para encontrar el deseo sexual o amoroso y nuestro amigo respondió: la verdad ni idea. Levanté la vista y encontré del otro lado de dos vasos a la amiga que presidía la mesa, la del lado salvaje de la vida. Recordé como una noche o seguramente madrugada me sentí atraída hacia ella. Habían pasado ya muchos años de eso, pero mi maquinaria también se puso en acción. Recordé cómo en esa fiesta ella me había rozado de una manera bien diferente a, por ejemplo, cuando tomábamos el subte juntas o nos abrazábamos luego de días sin vernos. 

Recordé cómo esa noche o madrugada, su roce me pegó diferente, cómo nos miramos y casi nos besamos, cómo en ese instante dudé, cómo se levantó ahí mismo un laberinto de deseo alrededor mío, cómo quedé parada en el medio perdida pero no desesperada, sin querer salir de ahí, de cómo ella me rozaba distinto.  También  recordé cómo dejé que el viento se llevara el roce y un agua fría me guiara a la salida del laberinto cuando mi amiga, esta misma que hoy bebe tragos frente a mí, se fue con otra chica y antes de salir me regaló apenas un guiño cómplice. Volví del recuerdo como de un breve sueño. Creo que tenés que esperar a decirle algo, sí, creo que sí. No vaya a ser cosa que te comas una curva, dije antes de terminar el último trago. Comerse una curva, bajarse mal, desubicarse, puede ser cuestión de un segundo.