En sus libros hay muchos elementos con anclaje directo en la realidad contemporánea. ¿Observa ese rasgo como un componente predominante en su obra?

–Sí, en efecto. Esas relaciones con lo real y con las realidades históricas argentinas y mundiales, globales, como decimos ahora, tuvo variaciones en los modos a través de las diferentes etapas de mi obra. Me parece que hay novelas mías que de manera mucho más visible trabajan con temas que tenían que ver con la realidad inmediata del momento en que fueron escritas. Doy dos ejemplos bastante separados en el tiempo: en 1975 escribo El cerco, una novela con la que se hicieron películas y  series de televisión, que fue publicada en España en 1977. Ya trabaja con la violencia, secuestros, cosas que funcionaban antes del golpe. Y muchos años después, en 2002, publiqué Puerto Apache, mi novela de urgencia, porque estaba escribiendo Colonia y de pronto la crisis se metió, salía a la calle y veía las plazas tomadas por la gente. Sigue habiendo una enorme pobreza, pero me parece que en Buenos Aires no es tan visible como hace dos o tres años, cuando había muchos más mendigos y cartoneros. Hay chicos pidiendo y durmiendo en la calle, pero no tantos. Escribí Puerto Apache antes de la caída de De la Rúa, con toda esa crisis incipiente. Esas dos novelas están vinculadas muy claramente a la realidad inmediata, pero si tomara las que empiezo a escribir en Barcelona, Composición de lugar y las tres que le siguen, El fantasma  imperfecto, La construcción del héroe y El enigma de la realidad...

Las protagonizadas por Juan Minelli...

–Sí, ese historiador argentino que está como exiliado en Europa y va en busca de una casa familiar, y mientras tanto se enamora de alguna mujer y se distrae en alguna ciudad, va teniendo sus amigotes... El tratamiento de la realidad es diferente aunque los datos están: se habla de los desaparecidos, de los muertos, de los exiliados, pero no de una manera tan directa como en las otras dos. En Colonia, por otra parte, la crisis de hecho está, pero plantea una situación más interna, digamos así, en los internos de esa colonia, de la que no termina de saberse nunca si es de descanso, de salud mental, o de qué diablos. Y está la realidad argentina vista desde Colonia, desde enfrente: uno se toma el Buquebus y está en el extranjero, aunque se ve Buenos Aires muy clarita, las luces... El final de la crisis y la caída de De la Rúa están hacia el final de la novela, en una suerte de tercer plano; son como señales para el protagonista, que ni quiere escucharlas, como si estuviese agobiado por esto. Una de las primeras noticias que le llegan a Balbi, el argentino que se interna voluntariamente, es que las palomas de la Plaza de Mayo, enloquecidas por el ruido de los cacerolazos y las detonaciones de los manifestantes, emigraron hacia Palermo y Belgrano. Lo cual, más allá de que suene un poquito efectista, fue cierto. El trabajo con la realidad en Colonia está más mediatizado.

¿Cuál era su contexto cuando decidió exiliarse, a finales de 1975?

–Las Tres A de Rosario me hicieron llegar una amenaza de muerte, una carta. Yo fui un típico educando de los 60: si no era revolucionario en esa época, ¿cuándo? Nunca agarré un fierro ni pertenecí a ninguna organización, pero mi corazón estaba puesto en la posibilidad de un cambio revolucionario. Después nos enteramos de que estábamos equivocados, pero en aquella época... 

¿Qué pasó con sus libros durante la dictadura?

–La brigada celeste, un libro de relatos que ya había entregado, fue precensurado y no apareció hasta 1983. La vida entera, por otra parte, se publicó en España y en 1981 y cuando llegó a Buenos Aires fue prohibida por la secretaría de Cultura.

¿Qué hizo luego de recibir la amenaza?

–Yo vivía bien, estaba casado, tenía 31 años y todos mis amigos ahí, el Negro Fontanarrosa y una banda enorme... Tenía una librería bastante especializada en psicoanálisis y literatura, trabajábamos con la Facultad de Filosofía y Letras. Teníamos un desfile de canas todos los días, impresionante. Puesto en escala, a mí no me pasó nada: la saqué lo más barata posible. Los dos o tres días siguientes a la carta no había forma de procesar eso, así que hice algunas consultas con abogados de centro, Martínez Raymonda, Natale, que me dijeron que podía pedir un recurso de amparo y que me iban a poner custodia policial. “¿Y qué posibilidad hay de que me vengan a buscar?” “Pocas, se supone que esto es una campaña de terror para intimidar. Pero bueno, si hay que escarmentar... vos estarías entre los cinco o seis primeros, porque sos un personaje más o menos público en Rosario...”. Luego hablé con amigos de Montoneros y del ERP y era lo mismo: “Estás solo, no sos militante, no estás encuadrado, no podemos hacer nada por vos”. “¿Y qué hago?” “Andate”. Entonces es como que me dieron permiso... Después me di cuenta de que no necesitaba pedirlo, pero en aquellos años, como estabas tan responsabilizado por esta suerte de imperativo... No solo eso, sino que eras una suerte de cobarde por no quedarte. Con este diagnóstico me empecé a rayar mal, entré un poco en pánico. Tuve que dejar la casa por cuestiones de seguridad. Y bueno, la película del miedo, del sin sentido, de la estupidez, terminó cuando el avión levantó vuelo: “Acá no vuelvo más”. Y de hecho pensé que no iba a volver. Me fui con muchísima bronca. 

¿Cómo incidió el exilio en su escritura?

–Empecé La vida entera en Rosario, antes de irme, y la interrumpí para escribir El cerco y algunos de los cuentos de La brigada celeste. Cuando intenté retomarla en Barcelona no pude seguir; después me di cuenta de que por primera vez iba a escribir un libro fuera de la Argentina. Tuve que dejar todo el material que tenía escrito, reorganizar la cabeza y la novela. La vida entera, tal como es, no existiría si no hubiera viajado; la influencia del viaje aparece con claridad. Mucha gente me ha señalado lo drástico del corte que hay entre mis libros anteriores y este; yo creo que lo drástico ahí es el viaje, el destierro. Sin eso, por otra parte, tampoco hubiera podido concebir lo que vino después, al menos la idea inicial de un descendiente de italianos, Minelli, que decide ir a la casa familiar, algo por lo que pasó prácticamente todo el exilio argentino en Europa. 

¿Cómo ve a aquel escritor que fue en los 60, en sus comienzos?

–Yo publiqué mi primer libro en el 69,  pero hice una revista literaria entre el 64 y el 68. A veces me veo con envidia y otras con una suerte de ternura indulgente. Por haber sido tan cándido en tantas cosas, al menos en la política. Ser tan joven, y en la década del 60: el mundo está hecho para uno. Y está hecho para luchar, para comprometerse, para escribir lo que me daba la gana. Uno era inoxidable, era blindado. En ese punto hay un poquito de envidia; tanto narcisismo en los 60 y casi ninguno a esta altura de la vida; por eso uno es más vulnerable a críticas tontas, a lo que dice otro. A los veinte, treinta, cuarenta años, uno creía que escribiendo era... Y ahora eso ya se tiene más claro, se han tenido que reacomodar las expectativas que uno tenía para consigo mismo. A veces le envidio esa fuerza, esa arrogancia, que le dijeran cualquier cosa y que le importara un carajo, y otras digo “puta, qué ingenuos, qué tontos fuimos”. Pero lo miro con cariño; quiero decir, si yo no hubiese sido aquel, no sería este que soy ahora.