La mirada y su sonrisa. Puede parecer trivial, lo sé; pero cualquiera que lo conociera o al menos haya compartido unas horas con él en esas reuniones donde la literatura es una excusa hermosa, sabe perfectamente a lo que me refiero. Miraba como por encima de las cosas, acariciándolas con cierta ligera inquietud y sonreía como un niño luego de haber hecho una travesura incomprensible para un adulto. Eso fue lo que más me impresionó de Leopoldo Brizuela la primera vez que nos encontramos. Y su voz, algo en el tono de su voz que parecía estar siempre a punto de revelarte un secreto. La noticia de su muerte nos golpeó por absurda e injusta. No hace falta expresar los motivos. Muchos no estaban al tanto de su enfermedad y quisieron saber la causa. No consoló a nadie, por supuesto.  Leopoldo Brizuela falleció a los cincuenta y cinco años, una edad en que las personas comienzan a madurar sus propias ideas y sienten que todavía están a tiempo de torcerle el brazo al destino que se han construído. Pero un día la muerte irrumpe y lo deja todo inconcluso. Tratándose de un escritor, y sobre todo teniendo en cuenta la obra de Leopoldo Brizuela, puede decirse que lo mejor estaba por venir. 

Nos conocimos unos años después de haberse publicado una reseña mía sobre La locura de Onelli, novela extraordinaria publicada por  el sello Bajo la luna y que pasó un poco inadvertida porque salió casi al mismo tiempo en que se dio a conocer que le habían otorgado el Premio Alfaguara 2012 por su obra Una misma noche. Cuando un escritor recibe un premio de tal envergadura, uno tiene la sensación de que se alejó definitivamente de nuestro alcance. Me equivocaba con Brizuela, naturalmente. Hay personas a las que un galardón no modifica en nada la lucha que, secretamente, entablaron con la vida y la literatura. Su forma de ser. 

A partir de saber que le habían otorgado el Premio Alfaguara no me animé a contactarlo para escribirle sobre lo mucho que me había impresionado su libro, tal vez por vergüenza o para no molestarlo, quién sabe; podía imaginármelo perfectamente sumido en una vorágine de conferencias y entrevistas. Pasó el tiempo, bastante tiempo a decir verdad, casi dos años más tarde recibo un mail suyo donde me hablaba de la revista Los Inútiles. Sobre todo, decía, por el respeto que la revista trasuntaba, no sólo a Abelardo Castillo, a quien estaba dedicado ese primer número sino a cada uno de los entrevistados. La atención a cada uno de los entrevistados.

Después de agradecerle y sobre todo aclararle que la revista no era un proyecto únicamente mío, lo invité a la presentación que se llevaría a cabo en unos pocos días. No fue; tampoco se excusó demasiado cuando volvimos a hablar. Ir a Capital significaba para él cumplir con algunos compromisos laborales, y sobre todo visitar amigas y amigos. Si no tenía que viajar al exterior, prefería quedarse en su casa de Tolosa, en La Plata. Leyendo y escribiendo, eso fue lo que me dijo. De modo que durante muchos meses mantuvimos largas conversaciones telefónicas. Tenía un precioso sentido del humor, inteligente y mordaz, por momentos. No pretendo dar una idea completa de su persona. Hubo un período en que hablábamos muchísimo; y no sólo de los proyectos literarios propios o de la literatura en general –recuerdo una larga conversación sobre John Berger, a quien había conocido– gran lector, por lo demás, con una mirada crítica muy aguda. Afectiva, diría también. Porque se entusiasmaba mucho con la literatura de los demás. Y fue durante una de esas charlas donde nos propusimos  dedicarle un número de la revista a María Elena Walsh. Ese fue el comienzo. No voy a decir de nuestra entrañable amistad porque no sería cierto; pero justamente por eso, porque fuimos razonablemente amigos durante el tiempo en que pudimos sostener ideas completamente opuestas sobre algunas cosas que, vaya uno a saber el motivo, resultan decisivas en algún momento, es que yo necesito expresarme sobre un hombre que, entre tantas virtudes, tenía un concepto muy alto sobre la generosidad y el agradecimiento. Dos grandes virtudes con la cuales no necesariamente se escriben libros pero que, sin duda, hacen que no pases por la vida desapercibido. Que Leopoldo Brizuela fue un escritor extraordinario, no hace falta decirlo. Ahí estarán por siempre sus traducciones y sus novelas, los reconocimientos y premios (Clarín, Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires, finalista del Grinzaine-Cavou “Deux Océans” a mejor novela traducida al francés, Alfaguara) que fue recibiendo a medida que irrumpía en la literatura argentina para luego proyectarse en otros países. Ahora: ¿cómo materializar la generosidad y el agradecimiento de modo tal que sea tan perdurable como esos mismos libros? Soy plenamente consciente de que Leopoldo nos dio lo más preciado que tiene un escritor: su tiempo. Me refiero a la revista Los Inútiles que, por entonces ya estaba en declive. Entre reuniones en bares y casas fuimos planeando la revista, llevándola a cabo. Leopoldo Brizuela era un trabajador incansable, y era difícil llevarle el ritmo. No nos ayudó, casi diría que armó la revista él solo, proponiéndonos a los entrevistados, enviando correos electrónicos de recomendación, incluso entrevistó a Sara Facio y gestionó las fotos que necesitábamos. Después le tocó el momento a él de hablar sobre María Elena Walsh, en una extensa entrevista que le hicimos. Por motivos que escapan a la intención de esta nota, la revista nunca pudo tener la distribución que hubiéramos querido. Por eso ahora compartimos unos extractos. La única vez que hablamos sobre la reseña que había escrito, Leopoldo me citó un párrafo que yo relacioné sobre aquella mención que hizo sobre la idea bastante loca de ser escritor. La locura de Onelli, pensé. Y que “en todo caso, se trata de una locura al servicio de la justicia, especie de lucidez extrema que surge de pronto para dar comienzo a un viaje, un éxodo compuesto por esa tripulación de héroes imaginarios a los que refiere Foucault, y que no son otra cosa que modelos éticos o de tipos sociales que se embarcan para un gran peregrinaje simbólico que les proporciona la forma de su destino o de su verdad”.