El amanecer húmedo y caluroso del sábado 17 iniciaba, sin que nadie lo imaginara siquiera, la semana de convulsiones más tremendas que viviera nunca la ciudad. Cerca del mediodía, a las 11.45, más de un centenar de jóvenes, surgidos no se sabe de dónde, organizan un acto relámpago y arrojan volantes incitando a la lucha, en Rioja y San Martín. La escena, sin variantes, se repite en las esquinas de Sarmiento y San Luis, Maipú y Santa Fe, y Rioja y Entre Ríos. A los gritos de "Asesinos, asesinos", un calificativo que cuatro días después iba a estar en el pensamiento y hasta en la boca de toda la ciudad, arrojan volantes y se mueven nerviosamente: saben que en cualquier momento puede aparecer la policía. Sin embargo no ocurre tal cosa. La gente que transita por las pobladas calles con sus paquetes sabatinos piensa, y a veces dice: "Son muchachos, tienen derecho a protestar", "mejor sería que estudiaran más", "de nuevo empiezan los comunistas". El sábado febril sigue su marcha.

Contrariamente, en ese lugar tan propicio a exteriorizaciones de ideales y pasiones que es el comedor universitario de Corrientes al 700, el clima es otro. Todo el mundo habla fuerte, como siempre; todo el mundo discute acaloradamente, como casi siempre; todo el mundo se siente muy enardecido, como algunas veces: todo el mundo está más liberado, como cada vez que surge la acción.

Un universitario pronuncia entonces una exhortación a la lucha y "a la unidad de obreros y estudiantes". Lo hace sobre una mesa, una de las mismas mesas que en otro sábado de 1966 -gobernando Illia-, emplearon los estudiantes para instalar su comedor en medio de calle Corrientes, en la hora de más movimiento, y realizar su almuerzo, mientras reclamaban por un mayor presupuesto universitario, más posibilidades de estudio para los hijos de los menos pudientes y más comodidades en el comedor. En aquel entonces, la policía (la misma policía de ese momento) no actuó: controló, estuvo atenta para intervenir en caso de cualquier desmán, se paseó entre los estudiantes y ni estos la atacaron ni ella los molestó. Una hora después la protesta había cesado, sin palos, sin balas y aquel sábado, también recordable, iniciaba su acostumbrada siesta otoñal. ¿Era una mera diferencia de métodos?

De un redondel negro que tenía en la frente, entre ambas cejas, manaba constantemente la sangre que le cubría todo el rostro como ninguno.

Este sábado 17 de mayo era distinto: aplausos y estribillos ahogan las palabras finales del improvisado orador: de nuevo están los universitarios en la calle e intentan interrumpir el tránsito. Los pocos agentes de facción en las inmediaciones intervienen y se produce  un altercado con uno de ellos: los restantes desenfundan sus armas de fuego y se genera la debacle. Nuevas corridas y garrotazos a diestra y siniestra, gritos, intentos de cruzar automóviles en medio de la calle y los primeros disparos policiales. A esta altura no quedan prácticamente estudiantes en el comedor que, por tener una puerta estrecha que sirve de entrada y salida, puede convertirse en una verdadera ratonera.

Un grupo perseguido por algunos policías que han llegado para reforzar a sus escasos pares, corre por Corrientes hacia el sur y dobla por Córdoba. En este grupo está Adolfo Ramón Bello, un estudiante de Ciencias Económicas de 22 años que hasta hace poco más de un mes era soldado de la Guarnición Militar Rosario. La desesperación se apodera de todo el mundo: estudiantes y ocasionales transeúntes. Desde Entre Ríos por Córdoba, aparecen más efectivos policiales en un coche, abriendo fuego desde las puertas traseras. El grupo que huye se detiene, vacila e intenta volver sobre sus pasos; pero está rodeado. El cerco se estrecha rápidamente entre constantes cachiporrazos, insultos y repetidos disparos al aire de la policía y exclamaciones de impotencia, indignación y miedo de los ocasionales testigos, que son muchos, que son cientos. Bello y sus compañeros, junto con numerosos hombres y mujeres y algunos niños que se hallan en el lugar, se dirigen hacia el interior de la galería "Melipal", que tiene una sola boca de entrada y salida. Varios agentes cierran esa única escapatoria mientras otros, entre los que se encuentra el oficial inspector Juan Agustín Lezcano -un ex ordenanza de la antigua boite Franz y Fritz, señaló Siete Días-, recorre la galería acorralando a la gente en su parte final y descargando sus garrotes sobre todo lo que se encuentre a mano.

Los perseguidos, al no poder retroceder más, se aprietan entre sí, en tanto los que están más adelante tratan de evitar los bastonazos policiales. En medio de esa confusión de insultos, gritos y llantos, suena un tiro y aumentan los alaridos: en el suelo, a un costado de la puerta que da acceso a la escalera que conduce a los pisos superiores, con la cara bañada en sangre, yace un joven. Viste pantalón vaquero y camisa clara: es Adolfo Ramón Bello.

Las escenas, presenciadas por numerosos testigos, no pasaron inadvertidas para varios periodistas que trabajaban cubriendo la información. Uno de ellos, presa de impotente indignación, se encaró con el autor del disparo, recriminándole su brutal actitud. El oficial Lezcano sólo atinaba a balbucear: "Le pegué. ¿Dónde le pegué?" Otros hombres de prensa, entre los que se encontraban miembros de la redacción de La Capital, pudieron observar inmediatamente que Lezcano se trasladaba hacia el medio de la calle por sus propios medios, a paso ligero y firme, sin presentar heridas de ninguna clase ni demostrar sentir dolor físico alguno. Acompañado por otros dos oficiales se introdujo en un coche que se alejó velozmente del lugar. Fue precisamente La Capital la encargada de desmentir, en su edición del domingo 18, el comunicado policial que burdamente falseaba los hechos con explicaciones de este tenor: "En circunstancias en que el oficial mantenía inmóvil a un grupo para que no se fugase, esgrimiendo en su mano izquierda el arma de la repartición, desde atrás fue asaltado por otro grupo de revoltosos que lo golpeó en la cabeza mientras, apretándolo, trataban de arrebatarle dicha arma, incidencias que provocó un disparo del arma que fue a herir en la cabeza a A. Bello".

Mientras el drama se desarrollaba, las personas que habían permanecido indiferentes ante la previa acción policial iban tomando, ahora, conciencia de la magnitud del crimen y de lo exageradamente violento e ilógico de la acción represiva. Bello era trasladado por dos estudiantes de Medicina hasta el borde de la acera. Un policía de civil hizo detener un coche, en cuya parte posterior tomaron ubicación los estudiantes con el joven herido sobre sus piernas. Uno de los que le llevaba, alumno de sexto año de la carrera, alcanzó a manifestar que el infortunado estudiante estaba inconsciente y que su respiración y pulso eran bastante normales. De un redondel negro que tenía en la frente, entre ambas cejas, manaba constantemente la sangre que le cubría todo el rostro y alcanzaba la ropa de sus compañeros.

En tanto Bello era llevado al Hospital Central Municipal y la represión continuaba con los pocos grupos que aún permanecían en la zona, la indignación de la gente iba tomando incremento, llegando la noticia de la tragedia a todos los hogares rosarinos.

En el Hospital Central -mientras el neurocirujano Alfredo Yáñez y su equipo de médicos y enfermeras luchaban, tratando de mantener el soplo de vida que aún alentaba en Bello- comenzaban a agolparse en los jardines cientos de jóvenes, que organizarían luego colectas para comprar los remedios faltantes requeridos por la operación inútil. Otra represión distinta se ejercía, a la vez, en el Hospital: el doctor Armando Casttenatti, secretario de Salud Pública de la Municipalidad, se empeñaba en prohibir a los reporteros gráficos reunidos, el desempeño de su función profesional.

Las horas transcurrieron lentamente. Apareció nuevamente la policía con un despliegue que mostraba efectivos de todas las especialidades (desde caballería hasta perros) y comenzó a hacer circular a los reunidos, con el propósito de despejar la zona "según orden superior". Mientras la hora del fatal desenlace -las 19.30- se aproximaba inexorablemente, se reiteraron los choques y altercados con efectivos policiales. Por cierto que tampoco faltaron las consabidas interferencias a la prensa, pese a existir expresa orden, ratificada personalmente por el subjefe de Policía provincial, inspector Peira, de "dejar trabajar con la más absoluta libertad".

Serían las 16.45 cuando los periodistas (los únicos que tuvieron acceso al Hospital), agotados por las corridas del mediodía y las de hasta ese momento, y la tensión nerviosa de los dramáticos instantes vividos, captaron en lo más íntimo de su sensibilidad el impacto de la tragedia. A esa hora se produjo el arribo de la madre del estudiante baleado. Ese cuerpo que se movía apenas impulsado por sus dos piernas que no querían responderle, ese rostro transfigurado por el dolor, ese cuadro de los policías que enmudecieron de pronto, esa fantasmal visión de los relámpagos silenciosos de los flashes de los fotógrafos y el acompasado rodar de las filmadoras que no podían dejar de dar su testimonio, esos "¿Por qué? ¿Por qué?" desesperados e impotentes, arrojados como bofetadas sobre todos, dieron a los hombres de prensa, recién entonces tal vez, la noción exacta de la tragedia desatada.

 

(*) Este fue publicado en el número 10 de la revista Boom, en junio de 1969, sin la firma del cronista que cubrió los hechos. Su autor, un maestro del periodismo narrativo, es el actual director del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, ex concejal, ex secretario de Cultura, poeta, historiador y periodista.