Desde Río de Janeiro

 

Cuando, al principio de su mandato, le preguntaron al ultraderechista Jair Bolsonaro cómo pretendía construir un país mejor, la respuesta fue tajante: “Antes de construir, hay mucho para desmantelar”.

Al entrar en su sexto mes como presidente, hay que reconocer que, en al menos ese aspecto específico, Bolsonaro viene cumpliendo, rigurosamente y con creces, lo anunciado: nunca hubo tanto esfuerzo para desmantelar, con furia asesina y urgencia de tempestad, al país. 

Por suerte, hasta ahora la única medida concreta decidida por Bolsonaro y que pasó a valer ha sido decretar el fin del horario de verano. Porque todo lo demás que está tramitando en el Congreso es puro desastre, y por donde se mire se constata un acelerado proceso de derrumbe.

Pilares básicos de la democracia recuperada en 1985, luego de 21 feroces años de dictadura, son blanco de la saña enloquecida de un presidente sin otro norte que no sea el precipicio. 

Están bajo riesgo de muerte la autonomía universitaria constitucional y los derechos de los pueblos originarios, los programas sociales creados a lo largo de más de treinta años, el patrimonio material del Estado, y más de siglo y medio de una tradición diplomática que siempre fue respetada en todo el mundo. 

Otros blancos de la furia bolsonarista son la educación y la cultura, la salud pública y el medioambiente, las investigaciones científicas y lo que quedó, luego de la presidencia del cleptómano Michel Temer, de los derechos laborales. Impresiona la urgencia obsesiva por destruir lo que se construyó a lo largo de décadas, sin tener un solo proyecto concreto para implantar sobre sus escombros. 

Con el argumento de la necesidad de reformar el sistema de jubilaciones, se arma un ataque atroz a los pocos derechos de los abandonados de siempre para asegurar los privilegios de los eternos privilegiados. 

Algunas iniciativas de ministros son clarísimos indicativos de que no hay lógica alguna, excepto privilegiar a los sectores dominantes de un sistema de injusticia y abismo social. 

Privatizar es obsesión dominante. En un intento de ser gracioso, el ministro de Economía, Paulo Guedes, dijo a empresarios norteamericanos que está dispuesto a privatizar hasta el Palacio Presidencial. Pocas veces un lapso fue tan revelador.

A propósito, esta semana el Supremo Tribunal Federal impidió la privatización, sin subasta y licitación, de parte esencial de la estatal Petrobras. Guedes anunció que recurrirá el fallo. 

En el campo, se liberó el uso de 196 agrotóxicos antes prohibidos. Por todo el gobierno consejos y comisiones destinados a asesorar y debatir iniciativas ministeriales, y que contaban con representantes de la sociedad civil, fueron directamente disueltos, o sufrieron cambios radicales en su formación para asegurar mayoría de votos favorables al gobierno.

Si se observa al ministro de Educación, Abraham Weintraub, surge el reflejo exacto de hasta qué punto éste es un gobierno es bizarro.

Además de cometer errores elementales de ortografía cuando escribe, y de concordancia gramatical cuando habla, ese señor decidió bajar instrucciones prohibiendo que profesores, alumnos, funcionarios y –¡atención!– padres de alumnos difundan convocatorias y participen de manifestaciones callejeras contrarias a su gestión y al gobierno. 

La sola constatación de que semejante esperpento sea ministro nada menos que de Educación muestra, de manera cristalina, la disposición inoxidable de Bolsonaro a cumplir lo anunciado, o sea, desmantelar todo.

Hubo, desde luego, iniciativas directas del presidente, a través de decretos que pasarán por examen en el Congreso. La más relevante libera el uso de armas para toda la población, el porte de armas para una veintena de categorías, como camioneros, además de permitir que propietarios rurales tengan fusiles de guerra “para defender su patrimonio”. 

Técnicos del Congreso apuntaron al menos veinte irregularidades jurídicas en el decreto, y al menos otra docena que contrarían frontalmente a la Constitución. 

Nada, sin embargo, muestra mejor el rumbo tomado por Brasil que la retracción de la economía –ya se sabe que 2019 está perdido, y por primera vez en 20 años el país no aparece en las listas de consultorías entre los 25 destinos preferidos por inversionistas extranjeros– y la expansión de la crisis social: Brasil llega a junio con unos doce millones quinientos mil desempleados y otros veinte y ocho millones de subempleados o con trabajo precario. Cuarenta millones: una población similar a la de Argentina, a cuatro veces la de Portugal, a más de un Canadá, a casi cinco Suizas.    

Siempre se podrá decir que se trata de herencia de los tiempos tenebrosos de Temer, y es verdad. 

Pero hay que reconocer que el cuadro empeoró en cinco meses, gracias a los denodados esfuerzos de Bolsonaro por cumplir lo anunciado: desmantelar el país lo más rápido posible.