El ecléctico viajero entre las artes y las ciencias fue uno de los filósofos franceses más lúcidos del mundo contemporáneo. Michel Serres –que murió el sábado pasado a los 88 años– cultivó la convicción de que la vitalidad de la ciencia depende de la flexibilidad y apertura a su otro poético. “Somos en los ruidos del mundo, no podemos cerrar la puerta a la recepción de ese clamor, y evolucionamos, envueltos en esa marejada incalculable. Somos calientes, ardemos de vida, y los focos de ese éxtasis temporario emiten el tumulto sin tregua de su incontable funcionamiento. En el comienzo está el ruido, el ruido no cesa. Es nuestra percepción del caos, nuestro modo de aprehender el desorden, nuestro vínculo con la distribución dispersa de las cosas”, escribió en El parásito, obra editada originalmente en 1980, que publicó por primera vez en el país la editorial rosarina Co-lectora, con traducción de Nicolás Gómez y prólogo del psicoanalista Juan Bautista Ritvo; un libro que dialoga con las Fábulas de Jean de La Fontaine, El banquete de Platón, Tartufo o el impostor de Molière, La odisea de Homero y Las confesiones de Jean-Jacques Rousseau, entre otros textos.

“Ha muerto de manera apacible a las siete de la tarde y rodeado de su familia”, informó su editora, Sophie Bancquart, de la pequeña editorial Le Pommier, que publica los libros del filósofo francés desde 1999. Serres –que nació en Agen (Francia) el 1° de septiembre de 1930– estudió matemática y física antes de entrar en la Escuela Naval. “Mi generación quedó marcada por el fin de la guerra e Hiroshima, cuestiones relativas a la bomba atómica”, recordó el impacto que tuvieron esos hechos históricos en el cambio de rumbo “vocacional” de las ciencias exactas hacia los estudios literarios y la filosofía, pero sin perder el anclaje en la ciencia. Se especializó en Leibniz, a quien dedicó su primer libro El sistema de Leibniz y sus modelos matemáticos (1968). “En la historia de la filosofía, casi todos los grandes filósofos –de Platón a Leibniz, pasando por Hegel y Descartes– fueron también científicos. ¿Qué puede decir un filósofo sobre el mundo, si no conoce nada de la química, productora de la mayoría de los objetos que tocamos, ni de la biología y sus remedios, que hicieron progresar la esperanza de vida 50 años en un siglo, ni de las nuevas tecnologías, que transformaron completamente el espacio y el tiempo?”, advertía el filósofo francés, autor de la monumental serie Hermès: Hermès I, La communication (1969), Hermès II, L’interférence (1972), Hermès III, La traduction (1974), Hermès IV, La distribution (1977), Hermès V, Le passage du Nordouest (1980).

Serres –que fue profesor en la Universidad de Stanford y miembro de la Academia Francesa desde 1990– es autor de una amplia y ecléctica obra, entre la que se destacan El hermafrodita, Historia de la ciencia, El paso del noroeste, El contrato natural, Pulgarcita –que vendió más de 200.000 ejemplares en Francia y fue traducido a 15 idiomas–, y Figuras del pensamiento, una especie de autobiografía en la que plantea que pensar es inventar. En febrero de este año publicó su último libro, Morales espiègles, editado por Le Pommier. “Michel Serres es el abuelo con el que todos soñamos. En él se unen perfectamente la sabiduría y la juventud. Y es que a su lado se tiene la sensación de que aún tiene toda la vida por delante”, dijo Sophie Bancquart, directora de Le Pommier. En el excepcional prólogo de Juan Bautista Ritvo a El parásito, el psicoanalista pondera “la espléndida prosa de Serres, tan generosa, intensa, plena de referencias múltiples, que abarcan casi todas las disciplinas de las ciencias exactas y de las humanidades”. Le interesa especialmente la escritura del filósofo francés, su carácter de oratorio. “Un oratorio es varias cosas: lugar de oración, la actitud de orar, obra musical típica del barroco, que narra un drama de orquesta, coro, cantantes. El oratorio posee algo ambiguo: narra una acción, no la pone en escena; pese a lo cual, esboza una escena posible a través de la narración. “¿De qué clase de frase-oratorio dispone Serres? –se pregunta Ritvo–. De una que podemos llamar y con justicia leibniziana, pero de un Leibniz que nunca se puede asumir del todo porque la época de la filosofía clásica prekantiana, ecuménica y poseedora de casi todos los ámbitos del saber, en la cual la contraposición del fenómeno con la esencia permanece fundamentalmente armónica, ya ha pasado sin remedio. ¡El ruido sin fondo la derrumba!”.

En Pulgarcita –así llama a la generación que manipula un dispositivo móvil cualquiera a velocidades apabullantes utilizando sus pulgares– condensa su originalidad un tanto “anómala” y explicita por qué es “el abuelo con el que todos soñamos”: “Me gustaría tener dieciocho años, la edad de Pulgarcita y Pulgarcito, porque hay que rehacerlo todo otra vez, está todo por inventar. Quisiera que la vida me dejara el tiempo suficiente aún para trabajar con ellos, a quienes he dedicado toda mi vida, porque siempre los he amado respetuosamente”.