Desde Vancouver

Miguel Da Silva tiene 2 años y 10 meses. Vive en Río de Janeiro. Su mamá, Thamaris, y su papá, Wallace, ya saben que nunca podrá hablar, caminar ni sostener la cabeza por sí mismo. Miguel tiene microcefalia y es uno de los tantos niños que nacieron con el síndrome congénito del Zika porque su madre fue infectada por el virus del Zika durante el embarazo, en el pico de la epidemia que afectó a Brasil, entre 2015 y 2016. “Si hubiera sabido (del riesgo) al inicio del embarazo, definitivamente no lo hubiera tenido”, dice Thamaris, convencida. Pero nadie le informó: el problema para el Gobierno estaba centrado en la región del Nordeste y no en Río y solo atinó a sugerirle a las mujeres que no se embaracen, pero sin garantizarles el acceso a anticoncepción. La joven, de 30 años, de cabellos oscuros ensortijados, cuenta a PáginaI12 que intentó suicidarse al conocer el diagnóstico. “Ya es difícil tener un niño y aún más cuando tiene discapacidad”, dice, con dolor, mientras sostiene la cabeza de Miguel, recostado sobre sus brazos. Thamaris y Wallace viajaron con su hijo a Vancouver, para contar en Women Deliver 2019, la conferencia global sobre equidad de género y derechos, el drama que atraviesa sus vidas, por la inequidad en el acceso a métodos contraceptivos y la falta de información.

“Desde 2016, en Brasil hay 13 mil casos notificados de niños y niñas con el mismo síndrome”, revela a este diario Luciana Brito, psicóloga, especialista en Salud Pública, de Anis, Instituto de Bioética, que acompaña a las familias afectadas por el Zika, con el apoyo de la Federación Internacional de Planificación Familiar (IPPF, por su sigla en inglés).  

El embarazo sorprendió a Thamaris: no fue planificado. Y recién le diagnosticaron que la criatura nacería con microcefalia cuando transitaba el séptimo mes de gestación. La confirmación de que ese cuadro respondía a que tenía ese nuevo síndrome llegó a los 40 días de vida de Miguel, recuerda la mamá. 

“Para estas familias la epidemia no pasó. Es de por vida”, apunta Giselle Carino, cordobesa,  directora regional del Hemisferio Occidental de IPPF. También se registran casos similares en Venezuela, Colombia, y países de Centroamérica, aunque no hay cifras oficiales.

A partir de historias como la de Thamaris, Wallace y Miguel, Anis presentó una demanda ante la Corte Constitucional de Brasil para pedir que se legalice el aborto cuando se cursa un embarazo y la mujer se infectó con el virus del Zika –que se trasmite a través de un mosquito pero también por trasmisión sexual– y se garanticen medidas de protección social para quienes deciden continuar con la gestación, porque esos niños o niñas requerirán cuidados de por vida, explica Brito. “Hay mamás que viajan dos horas para que su hijo pueda acceder a una terapia de rehabilitación de media hora”, señala la especialista. Los cuadros se han visto sobre todo en familias vulnerables y pobres, otra marca de la interseccionalidad de la inequidad de género.

El peso del cuidado de estos niños recae mayormente sobre las madres y no cuentan con una ayuda adecuada del Estado, destaca Carino. Solo las más pobres reciben un subsidio estatal pero no llega a cubrir los gastos reales que demanda la atención de los pequeños. Y su acceso es muy complejo, indica Wallace, de 36 años. 

“En un gran porcentaje de familias, los maridos incluso las abandonaron cuando supieron del diagnóstico”, apunta Thamaris. 

“Muchos de los niños con síndrome congénito de Zika no duermen porque no pueden producir la hormona del sueño, pasan hambre porque no pueden comer, tienen un retraso total en el desarrollo y crecen con muchas carencias”, describe Brito. 

Miguel requiere medicamentos por alrededor de 200 dólares por mes, casi el equivalente a un salario mínimo en Brasil. Pero si se suman otros cuidados que necesitan esa suma trepa a 1500 dólares, detalla Wallace. Cómo él trabaja, el Estado no le otorga ninguna ayuda económica para la atención de Miguel.  

Thamaris y Wallace vivían en una favela de Río de Janeiro cuando supieron del embarazo. Hace un tiempo pudieron mudarse a otro barrio. Ella se ganaba la vida como manicura mientras seguía la carrera de Enfermería. Pero el nacimiento de Miguel la obligó a dejar su trabajo y el estudio para dedicarse las 24 horas al cuidado del niño. Wallace es analista de sistemas y se convirtió en activista por los derechos de las personas con discapacidad a partir del nacimiento de su hijo.  

La microcefalia es una de las manifestaciones más conocidas del síndrome congénito del Zika, pero no la única. Está asociada a unas doscientas condiciones más, explica Thamaris. Los niños y las niñas tienen daño cerebral, articulaciones con limitaciones del movimiento y demasiada tonicidad muscular, entre otras condiciones. Miguel solo puede comer alimentos procesados con consistencia de puré, pero otros solo pueden alimentarse con sonda. Para ellos, el costo semanal de la comida es de 60 dólares. 

Thamaris lo lleva a Miguel a hacer terapia de rehabilitación cuatro veces a la semana. Pero no es la realidad de la mayoría de las familias que enfrentan el mismo cuadro, que apenas pueden ofrecerle media hora semanal, dice la joven. 

Las madres, cuenta Thamaris, se fueron conectando y conformaron grupos de Whatsapp para compartir información porque al principio no tenían apoyo médico ni conocimiento sobre el síndrome: los primeros nacimientos se registraron en 2015. Ya hay chicos que tienen 4 años, dice la mamá de Miguel. “Los primeros grupos fueron de cuidados. Y después para exigir derechos”, describió. 

Thamaris y Wallace sueñan con poder abrir un centro de convivencia, comunitario, que sea un lugar de formación y reconocimientos de derechos para las familias y a la vez, permita a los chicos y chicas acceder a las terapias que necesitan, y a las mamás, conversar entre sí porque están muy solas. Es importante el apoyo de las ONG porque se sienten, dicen, abandonados por el Gobierno.