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Nota de Tapa

En un país como Francia, que se jacta de una historia turbulenta, era inevitable que los acontecimientos de mayo de 1968 fueran inmediatamente filiados con otros, anteriores pero diferentes en su violencia. La revolución de 1848, la comuna de 1871, el Frente Popular de 1936 acudieron a las mentes y los labios de todos. Tal vez hoy pueda decirse -y se ha dicho- que esas comparaciones obligadas confundían los efectos con las causas, y que su base estaba en un clima común, en un pathos, en la aparición en la superficie de mil iniciativas novedosas, de nuevas formas de organización y participación, y, sobre todo, una facilidad en la comunicación aparentemente inexplicable, que prometía dejar a la sociedad con relaciones sociales alteradas para siempre.

Pero son las diferencias las que dominan. Intentar incluir Mayo del 68 en una tradición revolucionaria significaba la renuncia a entender peculiaridades únicas, pero que no implicaban una mejora. En los casos anteriores, habían existido momentos epifánicos, que borraban los límites de las vidas individuales en una unidad mayor, debidamente comunitaria, que permitía una libertad antes inexistente y la elevaba a un plano superior, donde el futuro parecía siempre abierto, al grito de “¡Adelante!”. Se trataba siempre de cambios que, con una violencia necesaria, habían ocurrido primero en las estructuras económicas, sociales, políticas, y sólo después, y como corolario, habían cambiado “la vida”. Eran cambios bien pensados, bien aburridos de concebir y de explicar, los que habían traído una cotidianidad más rica, donde la imaginación podía establecer un ámbito propio. La alegría anticipatoriamente peronista que se ve en las fotografías de Henri Cartier-Bresson de obreros disfrutando de sus primeras vacaciones pagas, y arruinándoles a las clases medias el paisaje de las orillas del Sena, era el resultado de un cálculo económico sin duda tedioso, de la más crasa empiria, pero que tenía en cuenta la realidad material de Francia y sentaba las bases de un Estado de Bienestar.

Al economista francés Jean Fourastié se atribuye la expresión “Treinta Gloriosos”, que designa las tres alargadas décadas que van desde la segunda posguerra hasta la crisis del petróleo en 1973. El Estado del Bienestar cuyas bases había delineado el Frente Popular en los años treinta se estableció con una fuerza y eficacia que no había conocido nunca hasta entonces, ni conoció después. El Mayo del 68 es el hijo bastardeado pero legítimo de un crecimiento económico al que no se le reconocían límites y de un Estado providencial y benefactor. La arrogancia del 68 -parisino, californiano o japonés- es la de quienes reclamaban la felicidad sin más, la de quienes habían obtenido todo (o lo obtendrían) sin correr excesivos riesgos. Una revuelta estudiantil como la francesa (donde sólo la retórica podía teñirse de marxismo-leninismo y que se desbordaba en una huelga nacional de nueve millones de personas) era la utopía al alcance de manos cada vez más ávidas, y una inversión del proceso de las revoluciones francesas con las que se quiso agrupar a los “acontecimientos”. El 68 de México poco tiene que ver con el de París, más allá de las demandas: desemboca en la matanza de estudiantes militantes en la plaza de Tlatelolco. Y no por una mayor ferocidad personal del presidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz, después de todo el representante del partido que se decía a su vez el único representante legítimo de la Revolución Mexicana. La Historia fue clemente con el Mayo Francés: ésa fue su fortuna. Y fue también su condición de posibilidad: lo que le permitió mostrar un orgullo y bizarría únicos. Los jóvenes vivían la euforia y la ligereza. La creencia en la colectividad les debía la mejor de las existencias por el simple hecho de haber nacido, convencidos de que todas nuestras pasiones son inocentes e irresponsables, de que negar la culpa y la angustia nos acerca a la alegría y la verdadera salud. Los activistas que participaron en la irrealidad de aquellas jornadas, que unían el humor dadaísta del situacionismo a otro que desde la Argentina se calificaría de surrealismo patafísico o cronopio cortazariano, tienen memorias coloreadas que ofrecer. Memorias que les faltan a quienes vivieron esa misma juventud en la Francia de la década siguiente, donde los escándalos políticos se limitaban al enriquecimiento del presidente Valéry Giscard D’Estaing con una oscura venta de diamantes a un monarca centroafricano vestido por Dior. Apelando a un dramatismo gastado, pero no falso, esas felices memorias activistas eran tanto más brillantes porque la suya había sido una revolución sin víctimas, al menos aparentemente. Durante mucho tiempo revolucionarios (admitamos que se los pueda llamar así, como ellos prefieren) y fuerzas del orden (también prefieren este nombre) creyeron que para el Mayo Francés había prevalido una doctrina que después sería del Pentágono: cero bajas. Solo había muerto, se decía, una persona, y además por accidente: se había caído al Sena. La apertura reciente de los dossiers de la policía parisina ha matizado, pero no anulado, esta visión, como también lo hacen los relatos de los testigos presenciales.

Por necesario contraste, las memorias de los que vivieron la Primavera de Praga el mismo año son más equívocas, menos esteticistas, más trágicas. Y, si el color es rojo -nueva truculencia veraz-, es por la sangre. Un primer secretario general como Alexander Dubcek que hablaba por teléfono con el líder soviético Leonid Brezhnev para evitar que fuera aplastado el intento de “socialismo con rostro humano” tenía una dramaticidad que faltaba, hay que decirlo, a los discursos de Daniel Cohn-Bendit (pese a que un bien intencionado Jean-Paul Sartre fuera a entrevistarlo) o al lirismo aforístico de las pintadas. Los tanques soviéticos en las calles de Praga, las delaciones y purgas que siguieron, todo tuvo el aspecto de la responsabilidad y la seriedad, y no el de la diversión de estudiantes del secundario, desenfrenados mientras el director no está, y que son realistas porque piden lo imposible.



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