A Carme

por la desobediencia poética.

Cada vez que abro y cierro la heladera veo los dos dibujos cada uno con su firma. Las niñas que me los regalaron están empezando a escribir su nombre. A la más pequeña la sonrisa parece habérsele corrido a las pestañas. Las mueve y sonríe, pequeño y profundo. Es como un charco claro después del azote de la tormenta: un descanso. Ella no escribe dentro de la regla, aún alterna la sílaba central de su nombre largo. El resto, responde a lo que espera la maestra. La otra niña, se burla de la regla y cuando le piden que escriba el nombre, escribe su sobrenombre: Carme. Veo en la escritura acortada de su nombre, a la pequeña geóloga/poeta de la que habla Claudia Masin:

"La poesía es una forma de la geología, una lenta y paciente exploración de la materia que nos constituye, de la materia que nos rodea. Sólo que la poesía, más que dedicarse a observar, seleccionar, designar y clasificar, establece una relación afectiva con la materia. La poesía es un discurso que conduce la rebelión, a la revuelta contra un modo de ver y sentir las cosas que nos aíslan de todo lo demás. Esta rebelión -para Claudia-, está en corazón mismo de la escritura poética, una desobediencia que nos permite rechazar el discurso adulto, patriarcal, blanco, el discurso de la normalidad y de la adaptación, y abrazar el habla la sensibilidad de la infancia, antes de que seamos sometidos al proceso de embrutecimiento y desestabilización que nos permite adaptarnos al mundo" (1).

Si escribir es repetir en la letra, fijar; poetizar es desobedecer con la misma letra. Carme es una desobediente que explora, explota el mundo. Su mirada poética hace que no acorrale a los seres y las cosas dentro de los nombres. Mientras jugamos, me pregunta: ¿Cómo era que te llamabas? Le contesto. No repite mi nombre, lo acorta. Me dice en un sobrenombre, como si también acortar la distancia le permitiera explorarme, hacerme más cercana: verme como a través de un microscopio. Repite mi nuevo sobrenombre y me da un muñeco y luego otro. A cada uno le pone un nombre y así, crea un mundo, el suyo. Hay que recordar para poder encontrarse, para poder jugar. Entonces, cuando los olvida, se da vuelta y me pregunta: ¿Cómo se llamaba? Señala el muñeco, confiando en que yo lo recuerde.

He entendido el juego. Tengo que estar atenta porque estoy jugando y jugar, es de algún modo, una forma de la meditación o de la vida, un estar ahí. Le digo el nombre tratando porque quiero seguir jugando. Cuando escucha el nombre, sonríe tranquila, descansa en esta pequeña complicidad que sostiene este cosmos inmediato. Se da  vuelta y a arma una nueva historia. La historia entre la muñequería patilarga está siempre empezando. Pone uno en cada hueco redondo. "Ahora se van a ir a dormir porque jugaron mucho y tienen sueño". Le pregunto si antes se van a bañar y me dice que mañana, que ahora están cansados, que no los  vamos a despertar para eso. Mira las camas redondeles en los que duermen y dice: "Qué hermoso". La miro. Ella me responde: "Qué hermoso". No necesita explicarme. Yo puedo estar ahí y  entender o no. Puedo dimensionar ese adjetivo calificativo o despreciar su percepción. Mientras, el ruido, los juegos, otres niñes. Mientras todo sucediendo.

Viene hacia nosotras, su hermana, la niña a la que la sonríen las pestañas. Nos dice que vio un lugar, que quiere ir a pintar. Carme saluda a la familia que creó. Les  desea que descansen y les avisa que volverá en un rato. "Vamos", me dicen. Me  llevan corriendo por todo el lugar. Ahora son dos personitas, dos diminutivos que arrastran el mío. Recuerdo el deseo de Lara: "Por una adultez desobediente", mientras entramos las tres a la Sala de los mapas, en las que la palabra crea nuestro mundo.

(1) En Desobediencia y poesía, La desobediencia. Poesía reunida. Ed. Contexto, Chaco, 2018.

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