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ECONOMíA EN PAGINA/12 WEB
25 JUNIO 2000








 EL BAUL DE MANUEL
 por M. Fernandez López


La fuerza o la ley

Las relaciones económicas, como muchas relaciones humanas, suelen presentar alternativas de cooperación y de competencia. Por ejemplo, en la investigación científica los proyectos no son alcanzables sin los aportes distintos y complementarios de varios colaboradores; pero, a la vez, el grupo como un todo puede actuar compitiendo con otros grupos para alcanzar primero cierto objetivo. Cuando la actitud es ayudar a los otros, y poner cada uno lo suyo, difícilmente no se halle un modo de actuar juntos. Pero si se trata de alcanzar un objetivo no compartible, o donde compartir significa dar a uno y privar a otro, la relación natural es de rivalidad. Así ocurría en la época mercantilista, cuando los países rivalizaban por arrebatarle a España el oro americano. Cada onza de oro que un país obtenía quedaba indisponible para los demás. Inglaterra inventó como recurso la piratería, para tomar el oro a cambio de nada, directamente en su traslado marítimo a España. Francia se ofreció como proveedor de manufacturas a España, y pudo tomar parte del oro hispano a cambio de productos. El resultado era similar, pero los caminos distintos. Cuando un objetivo necesariamente produce situaciones de conflicto, se abren dos caminos: librar el resultado a lo que resuelva la relación de fuerzas entre las partes en conflicto; o fijar reglas de juego previas y límites a los resultados. O la ley de la fuerza, o la fuerza de la ley. El primer camino ya contiene a priori la solución del problema: el más fuerte o poderoso impondrá sus propios términos, más allá o independientemente de la razonabilidad del resultado. Y la fuerza o poder no es mero vigor físico o corpulencia, sino poder económico. En un mundo donde conviven fuertes y débiles, vulnerables e invulnerables, ricos y pobres, la raza o religión oficial y las otras, el primer camino siempre hace perder a los débiles, vulnerables o pobres. Ya lo dijo Adam Smith, acerca de la disputa salarial entre patrones y empleados: unos poseen capital e influencia en parlamento y prensa, y el resultado siempre estará de su lado. En ese mundo la explotación, la discriminación y aun el genocidio son normales: el niño, el enfermo, la mujer, el asalariado, el jubilado, el aborigen y otros sólo conocerán discriminación y abuso. Una sociedad basada en la lucha carece de futuro. Sólo hay esperanza si el conflicto lo resuelve la fuerza de la ley.

Un pato acriollado

Se cree que N. F. Canard nació en 1750, por lo que, con ciertas reservas, en este solemne acto estaríamos celebrando su primer cuarto de milenio. No se sabe mucho de él, salvo que enseñó matemática en la Ecole Centrale de Moulins. También se interesó en economía y meteorología. No hemos de gastar chanzas por esa mezcla, ya que también la eligieron Pedro A. Cerviño, entre nosotros, y Simon Newcomb, el autor de la ecuación de circulación societaria. Su fama nació con una obra de 235 páginas, Principes d’Economie Politique, coronada por el Instituto Nacional en su sesión del 15 de Nivoso del año IX (5 de enero de 1801). Su contribución más interesante fue de índole metodológica, consistente en emplear matemáticas en el análisis económico. Hoy no merecería más que aplausos, pero en 1801 era necesario algo más que un poquito de audacia e imaginación para aceptar ese enfoque, y la mayoría de sus lectores más calificados lo halló inaceptable. Lo notable es que en Buenos Aires su obra fue recibida con entusiasmo, y un resumen de la misma se publicó en el periódico dominical Telégrafo Mercantil, Rural, Político-Económico, e Historiógrafo del Río de la Plata los días 30 de mayo y 6 de junio de 1802. Leemos en el texto rioplatense: “Según el autor el trabajo que hace el hombre es necesario (travail nécessaire), ó superfluo (travail superflu): necesario si absolutamente ha de ser consumido por el que le ha hecho; y superfluo si se puede gastar en otras cosas”. Del trabajo necesario nació la idea de Adam Smith de un salario mínimo de subsistencia. Y del trabajo superfluo, según Canard, nació la posibilidad de crear y acumular riquezas, ya para el propio trabajador o para otros. Tenemos dos casos que ilustran la tesis de Canard. Se sabe que las misiones jesuíticas de guaraníes tuvieron un crecimiento notable, basado en la división del trabajo indígena en dos partes, el trabajo necesario, con el que obtenían sus bienes de consumo en chacras particulares; y el trabajo superfluo, como decía Canard, que realizaban en talleres donde se fabricaban manufacturas para atender a las necesidades comunitarias. De manera similar John Stuart Mill en 1857 sostuvo que la posibilidad de generar una ganancia dependía de que los trabajadores, “además de reproducir sus propios bienes de consumo e instrumentos, tuvieran una porción sobrante de su tiempo para trabajar para el capitalista”.