El shot de tequila compartido entre el director de cine otoñal –atenazado por dolores físicos, parálisis creativa y una tardía adicción a la heroína– y el amor de su juventud, que una noche imprevista toca el timbre de su casa, es el celebratorio prólogo para que empiecen a encadenarse las referencias evocativas al canto de Chavela Vargas. Es un instante mínimo: de nostalgia, de amor, de dolor y de gloria. Minutos antes se había escuchado un fragmento de “La noche de mi amor”, el bolero compuesto por la brasileña Dolores Durán –originalmente escrito en portugués como “A Noite Do Meu Bem”–, susurrado, mordido, por Chavela (hay que escucharla decir: “Quiero la alegría de un barco volviendo”). Son citas musicales de la conmovedora Dolor y gloria, la película en la que Pedro Almodóvar decide contarse a sí mismo, espejado en Antonio Banderas. 

En un acto de justicia poética, alguna vez habrá que considerar cabalmente cuánto le debe la difusión de buena música popular al oído sensible de Almodóvar, esa antena exquisita para capturar la sensualidad, el desgarro y la picaresca de cancioneros ocultos o no. El manchego hace y deshace, trenza el ovillo de una memoria sentimental del siglo XX con la naturalidad de un silbido y propicia cruces que resignifican: ahí está, en la primera escena, la veinteañera superstar del flamenco contemporáneo, Rosalía, con Penélope Cruz. Aparecen en algun año incierto de la década del ‘50 vestidas de pueblo, fregando sábanas a orillas del río y cantando a capella la copla “A tu vera”, un suceso de Lola Flores. La escena es antológica. 

La tendencia de Almodóvar al flashback es, también, un gesto estético que permite contrabandear melodías de la vieja España aldeana para ubicarlas en el presente. Ese péndulo temporal funciona como una cadencia existencial y saca al director de la trampa del conservadurismo folklórico y de la mera nostalgia. Almodóvar es fatalmente moderno aunque indague y exhume músicas de raíz; es invariablemente elegante aunque destaque “la melodía más cutre”. 

En su magistral rutina de plantear película a película imágenes y situaciones que se vuelven instantáneamente icónicas, va y viene en un revoltijo rítmico que siempre se escucha armonioso, coherente. La música es más que una omnipresencia en su cine: cumple una función narrativa que puede subrayar ese vitalismo almodovariano o, por el contrario, una tristeza abismal. Sin orden cronológico, ejercitando la memoria emotiva, se puede pensar en el “Resistiré” del Dúo Dinámico en las voces de Antonio Banderas, Victoria Abril y Loles León en Átame; en Miguel Bosé en Tacones lejanos haciendo playback sobre “Un año de amor” de Luz Casal; Penelópe Cruz en la flamenquísima voz de Estrella Morente en la película Volver; Caetano Veloso y “Cucurrucucú Paloma” en Hable con ella; la coreográfía paródica a bordo de Los amantes pasajeros con la marchosa “I’m So Excited” de The Pointer Sisters; Gael García Bernal y su “Quizás, quizás, quizás” por Sara Montiel en La mala educación... De Armando Bo a Leonardo Favio en la Argentina, de Woody Allen a Quentin Tarantino en los Estados Unidos, entre tantos otros ejemplos, el uso de la música popular en el cine crea significados paralelos y puede embellecer o entorpecer un relato. “Aborrezco esa tendencia que tienen los americanos –ha dicho Almodóvar– de sacar un tema que no tiene nada que ver con la película, que sale con los créditos y que solo sirve para hacer el clip adecuado. La música con imágenes cinematográficas se vende muy bien. Para mí, la música tiene que ser un elemento narrativo de primer orden y como tal la utilizo. La acción no se detiene con las canciones, como ocurre con las películas pop, que alguien dice: ‘Mira qué nubes más bonitas’, y entonces suena un tema que a lo mejor se llama ‘Nubes en un cielo gris’”. 

En la época en que existían los CDs, era común que la banda de sonido de una película exitosa acompañara y potenciara el suceso. Ocurrió con casi toda la obra del español. Y más: se han editado compilados que, para garantizar cierta venta potencial, aparecían con la venia de Pedro Almodóvar, como si se tratara de la recomendación de un chef que deja entrever claves de su paladar. Recuerdo especialmente un CD titulado ¡Viva la tristeza! Salió en la época de Hable con ella (2002) y en las notas interiores el mismo director lo presentaba como “la banda sonora secreta y alternativa” de ese film. Es un compilado estupendo y caprichoso, que reúne artistas disímiles como Shirley Horn, Jimmy Scott, Albert Plá, Nicolette, Nina Simone, Ana D, Caetano Veloso, Kepa Junquera, Chet Baker, Greogy Isaacs y, por supuesto, Chavela Vargas. Todos juntitos,  protegidos bajo el paraguas de una pena torrencial. “Estos temas, estos artistas, me provocan una emoción analgésica”, decía Almodóvar.

Resulta tentador elaborar una posible lista sábana de músicos dilectos del director, pero su vastedad degenera en un infinito camino de ida: esa lista va de Pérez Prado a Xavier Cugat, de Henry Purcell a Maysa Matarazzo, de Ennio Morricone a la sociedad que selló con el compositor español Alberto Iglesias, autor original de la mayoría de las bandas incidentales. Y sigue.

Minado por el paso del tiempo, y con una mueca dramática que borró para siempre el jolgorio de los años de oro de la movida post franquista, Almodóvar es, definitivamente, una delicada enciclopedia musical de la segunda mitad del siglo XX. Un tiempo en que tal vez era más duradera y certera la idea de “lo popular” y pletóricamente se cantaba en las calles y hasta en la orilla de un río, como Rosalía y Penélope. Canciones sencillas, cándidas, de dolor y gloria que hoy, en la extraordinaria película del español, suenan a despedida.