Desde Río de Janeiro

La verdad es que no fue exactamente una sorpresa: por tres votos a dos, la Segunda Sala del Superior Tribunal Federal decidió ayer mantener Lula da Silva preso y postergó –sin fecha prevista– el análisis de otro pedido de la defensa del ex presidente, para que se considere el ex juez y actual ministro de Justicia, Sergio Moro, como sospechoso de haber actuado con parcialidad en el juicio movido contra el ex presidente.

A estas alturas, sobran evidencias concretas y contundentes indicando que, mucho más que haber actuado con indecente parcialidad, Moro fue el verdadero coordinador de la fiscalía, manipulando tierra y cielo con tal de alcanzar el verdadero objetivo de su misión: eliminar Lula de la disputa electoral, manipular (en este caso, con plena complicidad de los medios hegemónicos de comunicación) la opinión pública, buscar (y lograr) la omisión igualmente cómplice de la instancias superiores de justicia y finalmente abrir las avenidas para la elección de un dese- quilibrado para presidir un país que ya venía arruinado por Michel Temer.

Como premio inmediato, el juez-símbolo del combate a la corrupción fue nombrado súper-ministro de Justicia y Seguridad Pública.

Tampoco son novedad, desde antes de las revelaciones de Glenn Greenwald y su equipo, las sospechas (ahora evidenciadas) de que todo no pasó de una farsa, que empezó con la destitución de la presidenta Dilma Rousseff y la instalación de su vice, el cleptómano Michel Temer y su pandilla, en el gobierno. 

¿Por qué las instancias superiores de la Justicia hicieron poco de las maniobras de Moro y los jueces de la primera cámara de apelaciones, que actuaron con más harmonía que muchas buenas sinfónicas del mundo, en evidente arreglo previamente establecido? 

En parte, por complicidad, y en buena parte, por miedo, un medio que iba de confrontar a una opinión pública claramente manipulada a provocar otra fiera más feroz, los militares.

Entonces, volvemos a lo de ayer: la principal razón de no haber sido sorpresa está basada esencialmente en las presiones ejercidas sobre sus excelencias, los magistrados, en las últimas semanas: la advertencia del contundente rechazo de los militares a la mera hipótesis de que se hiciera justicia a Lula da Silva. La fiera que parecía domada mostró que sigue feroz.

Entre los uniformados que integran el gobierno, dos dejaron claro de toda claridad que hacer cumplir la ley –declarar nulo el juicio conducido por Sergio Moro y empezar todo del cero– es absolutamente inadmisible.

Uno es el general Eduardo Villas Boas, que hasta el pasado 15 de enero era el comandante en jefe del Ejército y ahora ocupa el puesto de asesor especial del gabinete de Seguridad Institucional. 

Villas Boas tiene antecedentes: en abril del año pasado, cuando la misma corte suprema se preparaba para analizar un pedido de habeas corpus pedido por Lula, difundió un mensaje en Twitter –no por acaso justo a la hora de cierre del noticiero con mayor audiencia de la televisión brasileña– diciendo que los militares repudiaban “cualquier intento de impunidad” y frente a cualquier acto que pudiese “perturbar la paz social”. El pedido de Lula fue rechazado.

En los últimos días Villas Boas divulgó su pleno e irrestricto apoyo a Sergio Moro, dejando bien claro que, pese a las indiscutibles evidencias, las acusaciones contra el ex magistrado no sirven para anular el juicio y, como consecuencia, liberar a Lula.

A su vez, el general Augusto Heleno, jefe del Gabinete de Seguridad Institucional y considerado el más poderoso entre los uniformados que rodean al ultraderechista, optó por ser más enfático y claro. 

En un desayuno con periodistas, y al lado de Bolsonaro, golpeó furiosamente la mesa, haciendo temblar vasos y cucharas, al afirmar a los gritos que sentía vergüenza por su país haber tenido como presidente a un autor de canalladas llamado Lula da Silva, para quien exigió una pena de prisión perpetua.

Lo de ayer no fue ninguna sorpresa. Como tampoco será sorpresa si de aquí en adelante lo que queda de democracia bajo el gobierno de un desequilibrado rodeado de uniformados feroces empiece a derrumbarse de una vez.