Justo antes de Stonewall, José Bianco es quizás el último exponente en Argentina de una generación para la cual las cartas fueron a la vez un género literario, una manera de mantener un intercambio fluido intelectual y afectivo con sus contemporáneos y una pesadilla. La pesadilla consistía en que conllevaban en sí mismas el peligro de que por alguna indiscreción o descuido cuestiones consideradas privadas entraran a la esfera pública. En ese sentido, no parece casual que la publicación del “Epistolario” de José Bianco –que constituye por sí sola un acontecimiento literario– no contenga las cartas que el escritor le dirigió al poeta Enrique Pezzoni, con quien mantuvo una intensa relación afectiva luego devenida en perdurable amistad, ni las cartas dirigidas a Manuel Puig. Se sabe que las primeras fueron quemadas probablemente por algún familiar. De las segundas se desconoce el destino.

Sin embargo, en esta edición con prólogos ejemplares de Daniel Balderston y María Julia Rossi, un afectuoso epílogo de Eduardo Paz Leston y algunas páginas del “Diario” de Bianco, los secretos y las complicidades como la belleza literaria se cuelan entre las palabras, los gustos y las anécdotas.  Así, entre tantas perlas, en una carta dirigida a Silvina Ocampo en mayo de 1970  relata una salida con Puig y describe: “Está más Puig que nunca. Salimos juntos los otros días (fuimos a visitar a una pareja amiga, los dos divorciados, que piensan casarse). A la vuelta; yo: sí, tiene que casarse. Yo conozco a los padres de ella desde hace muchos años … Son dos burgueses, a ninguno puede gustarle que esté viviendo con ese muchacho sin casarse. Pensá en tu mamá, por ejemplo. Si hubiera tenido una hija mujer, no le gustaría. Puig (se alejó hasta el medio de la calle y después, precipitándose sobre mí que metía la llave para abrir la puerta de calle): ¡La tiene, la tiene! ¡La tiene! ¿Me vas a hacer creer que soy un hombre? ¡Miserable! Todo entre risas y gritos con voz de Iris Marga, a quien nunca he visto representar pero que admiro mucho a través de Puig. Y a la una de la noche, en medio de la calle desierta”.  En otras del mismo año le pide que le envíe un ejemplar de “Las amistades particulares” de Roger Peyrefitte –novela paradigmática del amor entre varones adolescentes– que leyó en su juventud y quiere releer y  le cuenta el deleite que tuvo al ver una versión de Las criadas de Jean Genet interpretada por Luis Brandoni travestido. Y en junio le comenta que Enrique Pezzoni se fue a Roma para caer en brazos de Pancho Murature “que lo invita todo (menos el pasaje)”. 

El rescate de Murature personaje hoy ignoto pero famoso en su época, especie de gentleman internacional que solía intimar con marineros y ascensoristas, adorador de estrellas de Hollywood y que fuera encontrado muerto en su bañera en la década del ochenta merecería un capítulo aparte. Si Murature era proclive a una especie de comunismo erótico en las relaciones sexuales,   el propio Bianco reivindica a Fidel Castro en carta a Juan José Hernández (marzo de 1960) porque “está reemplazando el turismo exterior que solo beneficiaba al lumpen proletariat por el turismo interior y poniendo al alcance de todo el mundo las bellezas de Cuba” al punto de que se pregunta si no sería preferible quedarse unos días más en Cuba y “renunciar a los infiernos aztecas y los paraísos mayas”. 

Henry James con quien a menudo ha sido comparado el estilo de Bianco llegó al extremo de materializar sus terrores de que los secretos privados salieran a la luz en al menos dos de sus relatos: “Los papeles de Aspern” y “Lo mejor de todo”. A su vez, “La pérdida del reino”, la obra maestra de Bianco,  se presenta como una lectura de papeles privados: los de Rufino Velázquez. En ellos aparece revelado que Rufino Velázquez ha estado enamorado toda su vida, sin confesárselo de su antiguo compañero de colegio, Néstor Sagasta, y que solo puede sentir pasión por las mujeres que su héroe modélico ha llevado al lecho. Una estrategia similar se sigue en “Las ratas” donde Delfín advierte que las páginas de la novela donde revela la pasión por su hermanastro “serán siempre inéditas”. Bianco fue cuidadoso en insinuar su erotismo pero en no revelarlo. La metáfora de su vida y su escritura fue la paradigmática de la sociedad victoriana: la puerta entreabierta, la idea de que era fascinante tener un secreto y que todos supieran que había un secreto pero  develarlo solo a medias. Finalmente, en carta a la misma Silvina Ocampo, el secreto y la estrategia salen a la luz. A propósito de “La pérdida del reino” le escribe a su amiga: “No te va a gustar nada, en el caso hipotético de que alguna vez la termine. Psicología, homosexualismo (muy disimulado), amores de un hombre con mujeres que lo que busca en el fondo, incesantemente, es el hombre que odia (los que aman, odian) que se ha acostado con ellas. Pero todo, ya te digo, muy ambiguo. El lector no tiene por qué darse cuenta”. Finalmente las palabras son pronunciadas y el amor que no osa decir su nombre es nombrado. Si las cartas no hubieran sido publicadas se hubiera perdido otra obra maestra. 

José Bianco, Epistolario, Prólogos de Daniel Balderston y María Julia Rossi. Epílogo de Eduardo Paz Leston, Eudeba, Buenos Aires, 2018.