Yo me río de los que me acusan. Me río de todos ustedes, de todos los jueces, policías y periodistas que armaron este circo. Parece que vieron muchas series yanquis ustedes, de esas que están de moda ahora. Se creen especialistas en análisis conductual, se creen capaces de hacer perfiles de asesinos seriales o algo así. Pero no. No son más que ignorantes, ladrones, corruptos y asesinos. Me llaman asesino serial de taxistas. Me señalan como el psicópata que creó monstruos mezclando partes de taxistas con máquinas de coser y menudos de pollo. El psicópata narcisista que juega a ser Dios y mata gente y la resucita. El que construyó su propia Ciudad de Dios para poblarla con sus criaturas biomecánicas. Todo eso dicen de mí. Se dice de mí, como cantaba Tita Merello. El asesino de taxistas. El terror de los tacheros. El taxidermista del infierno. El descuartizador, el destripador, el embalsamador Jack. El hijo de Robledo Puch. El que reclutó a enfermos de cáncer en estado terminal para formar una milicia de asesinos suicidas. Sí, mi propio Ejército Metastásico Revolucionario. El que entrenó cuises y hámsters para convertirlos en pequeños combatientes kamikazes, portadores de chalecos con explosivos, una yihad escurridiza para cometer atentados. Se cansaron de acusarme y ponerme nombres: el asesino del asiento de atrás, Taxi Killer, Frankenstein, el Hannibal Lecter argento llegaron a decir, cuando en realidad lo que más consumo es pollo, por razones obvias. Se asustan porque anoté todo mi trabajo en forma minuciosa. El asesino perverso, dicen, el que grabó las conversaciones de los taxistas antes de matarlos, y después las transcribió, y con ese material escribió textos incomprensibles, rebuscados, asquerosos. Ustedes están obsesionados con mis notas. En el ataque a la ciudad que construí cayeron sobre mis notas como aves de rapiña, desesperados. Como bárbaros, como hunos de cuarta. Quieren hacer negocios con mis notas. Vieron el filón, el kiosquito. El show debe seguir. Pretenden venderles la historia a los yanquis. Algún vivo se quiere hacer millonario escribiendo el guión de una de esas series que por estos días causan adicción, esas que todo el mundo ve y comenta ahora, eso quieren. Mejor se buscan un trabajo digno. Aquí me tienen, payaso del circo de los medios, de los asesinos con uniforme, y de la Justicia y sus asesinos de traje. Me quieren vivo. La quevediana obsesión anal de ustedes me salvó la vida. La obsesión anal de policías, gendarmes, jueces y ministros, y de sus patrones, me salvó la vida. Eso fue. No, no fue ninguna de las mentiras que ahora balbucean ustedes en sus estrados. Por eso me niego a declarar. No voy a decirles nada. Bufa el alférez catinga, quebrada su color. Fue la obsesión anal, esa fruición por violar y vejar. Fue eso. No me mataron para poder seguir, para poder torturarme más, golpearme, vejarme. Para hacer de mí el niño proletario, como el del cuento de Osvaldo Lamborghini. Porque no soy niño, ni proletario. Y no se rasga de la misma manera la sonrisa, ni la carne rota malograda en la tortura. Vengo de la neurosis y la frustración de los que odian. La execración de los policías y los gendarmes y los jueces y los ministros y sus patrones nosotros la llevamos en la sangre. Y ese odio no es el mismo cuando la acritud y el tedio lo maceran. La execración del empresariado y lo empresarial, y de lo empresarial empresariado, nosotros la llevamos en la sangre. El empresariado, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror. Me investigaron, me persiguieron, me buscaron, y finalmente me encontraron. Jugaron a los detectives, me pusieron motes, me detuvieron. Violentaron mi ciudad, mi obra, mis escritos. Manosearon el misterio de la resurrección de los taxistas al tercer día. Me fueron a matar porque construí mi propia ciudadela, mi propio mundo subterráneo. Porque creé una sociedad igualitaria, justa, libre. Porque di vida. Porque parí seres nuevos, felices. Los creé combinando trozos de taxistas, máquinas de coser, y menudos de pollo. Pero ustedes, empresarios empresariados, me llamaron asesino. Me endilgaron los marbetes más extranjeros. Me llamaron asesino serial, me aplicaron etiquetas de yanquis acomplejaditos. Me llamaron asesino de taxistas a mí, que en realidad les regalé eternidad a los taxistas, resurrección y vida eterna en il borghetto, el mundo alternativo donde objeto y sujeto copulan en libertad. El acto de observar no es pasivo en el mundo que inventé: es un vértigo, una experiencia arrasadora. Los seres, los objetos, los paisajes, los edificios, las calles, la ciudad toda devuelve la mirada del observador. La ciudad tiene su propia mirada, que es la suma de todas las miradas de todas las cosas, los objetos y los seres que la habitan. El objeto incorpora al sujeto observador, lo hace viajar, delirar, lo traslada, lo transporta. Los objetos de il borghetto impiden que el sujeto ejerza la interpretación como asimilación, como metabolización, como incorporación de lo que le es ajeno-extraño hasta convertirlo en algo homogéneo. Los objetos, las cosas, los seres no son iguales a sí mismos, no se parecen a sí mismos. No son idénticos a sí mismos, no representan lo exterior a ellos ni se autorepresentan, son una representación imperfecta, burlona, paródica de sí mismos. El observador se ve a sí mismo viendo el objeto. Y se ve a sí mismo en el objeto. Y se ve a sí mismo como objeto observado: él es el objeto. Entonces se duplica, ve dos sí mismos y se libera de la cárcel del yo, y rompe las sujeciones. Me fueron a matar, pero no, no me mataron. Prefirieron la tortura infinita. Prefirieron el escarnio de mis despojos, el escándalo, el circo para la televisión y los gritos de los gritones. Robaron mis notas. Utilizaron mi trabajo. Utilizaron mi ciudad. Convirtieron el mundo alternativo que construí en mercancía barata para los criminales más cínicos. Hicieron de mis notas una puerca chuchería muerta, boba, gastada por el ojo ñoño que intenta verla, leerla, pero no, no, sólo la gasta, sólo la embadurna con la grisura del muerto que malinterpreta su propia muerte, que no entiende su propia podredumbre agusanada. Soy su prisionero. Ganaron ustedes la batalla. Se robaron mis notas, las vendieron como ropa vieja a los monigotes. Pero no les queda bien. Se asfixian entre trapos y ofrecen tufo y puf. No, no se rasga de la misma manera la sonrisa ni la carne rota malograda en la tortura. No es como en el cuento. La materia fecal del odiador sabe esconderse apenas asoma la punta del falo. Y se va, como perrillo por tirante. Resiste al calabozo, al sudor del gendarme de color quebrado que suda y suda como un buey a mis espaldas. Busca el sudado el éxtasis entre la sangre, el lodo y las tripas de un agonizante que no es niño, ni proletario. No se rasga su carne, no, ni sonríen sus heridas en la tortura. Violan ustedes un saco seco, lleno de odio, bilis y pus. Jadean, policías y gendarmes, jadean como pobres puercos montados que no tienen nada, sólo la prepotencia guaranga de las armas torpes, temblorosas, de los cobardes. Cuando ustedes, criminales, me llaman criminal, ya estoy perdido y no me importa. Se dice de mí. Que soy chueca y que me muevo con un aire compadrón. Que parezco Leguizzamo. Mi nariz es puntiaguda. La figura no me ayuda. Y mi boca es un buzón. O sea, a la mierda con todos ustedes.

pobilsky@hotmail.com

Fragmento de la novela "Taxi" (Le Pecore Nere Editorial), que se presenta el 4 de julio a las 19 en Facultad Libre (9 de Julio 1122).