"Uno encuentra su destino en aquello que hace para evitarlo"
Jean de La Fontaine
Salió en todas las crónicas policiales y muy pocos lo registraron, o le dieron importancia.
Los del grupo eran tres, y para variar el perfil de la gente que delinque que está grabado en el imaginario social, los integrantes eran estudiantes universitarios. A pesar de eso, de haber utilizado de alguna manera el método científico, les falló la estrategia. O no, fue simplemente una falla en la primera parte: en el estudio de campo, la investigación previa, la recolección de datos. La víctima, la persona elegida para el secuestro, no daba, bajo ningún punto de vista, las características necesarias para obtener un rédito pecuniario apreciable. Si bien era un empleado de una conocida multinacional, su cargo no era muy importante, no pertenecía a la elite de los jerárquicos imprescindibles. Y cuando no sé es imprescindible, al menos en esos sectores, la gente se convierte en desechable. Y así pasó en este caso. Las negociaciones se empantanaron con rapidez y se llegó a un punto muerto que se alargó en el tiempo. Los del grupo no se resignaban a aceptar su propio error. O tal vez las expectativas habían sido demasiado altas y ninguno aceptaba caer desde ahí. Por lo que fuera: la mañana del quinto día uno de ellos, el que parecía ostentar la función de líder -que justamente por ostentarla lo hacía como a la fuerza- dijo que se había acabado, que la única salida era matar al hombre que hacía cinco días solo tomaba agua y estaba atado adentro del galpón. Marcó para esa función al más nuevo, Ortega, Mauro Ortega, el integrante del grupo que había llegado último, como si ese acto fuera un bautismo, un pasaje por donde se hacía necesario transitar. El recién llegado se opuso y hubo una discusión airada, fuerte, a los gritos. Los argumentos que esgrimía para no hacerlo eran hasta cierto punto razonables, pero bastante pueriles para alguien que está dispuesto a recibir dinero por la existencia de una persona: que el pobre tipo no los había visto y no podría reconocerlos nunca, que no tenía la culpa de los errores que ellos habían cometido, que se lo notaba un buen hombre. En definitiva nada de lo esgrimido tuvo la contundencia y la lógica necesarias como para convencer a los otros. Después de la discusión pasaron el día de esta manera: con una tensión al límite y en silencio.
Se había designado la hora del atardecer para poner fin a la cuestión y matar al secuestrado. Unas horas antes de que el sol se pusiera, Mauro se acercó al galpón donde estaba la víctima encapuchada y le explicó, en tono muy bajo, que había decidido liberarlo. Mientras cortaba la cuerda que lo ajustaba a un poste grueso de madera, le dijo que tendría que esperar por lo menos quince minutos después de haber escuchado el motor de un segundo auto alejarse, para luego escapar corriendo en sentido sur.
Al oscurecer, el líder y el segundo integrante, subieron al primer auto y lo pusieron en marcha. Antes de acelerar el líder hizo un gesto perentorio a Ortega, pasando el dedo índice por su propia garganta, para indicar que ya había llegado la hora de ejecutar el final. Mauro, el ejecutor, subió al segundo auto -mientras el secuestrado aparecía confuso, sin distinguir el sur, por la puerta del galpón, pétrea su cara de pavor-. Fue entonces que Ortega, también confuso, dio marcha atrás con violencia, con la violencia que se necesita para escapar del miedo. En ese mismo instante sintió un grito, casi bestial, y un golpe fuerte en la parte trasera, y algo así como si el auto hubiera atravesado un lomo de burro. El único reflejo que le dejó disponible la conmoción fue poner primera y pisar el acelerador hasta el fondo. Al hacerlo las cubiertas volvieron a subir esa especie de montículo, mientras se escuchaba en paralelo como si alguien estrujara con su mano una hoja de papel madera.
A lo lejos, la oscuridad de la noche se cortaba con el sonido filoso de unas sirenas.
Y el verdugo supo, por primera vez, lo que significaba matar a un hombre.


