Si La vida secreta de tus mascotas supo ofrecer, hace tres años, una saludable dosis de originalidad y frescura en el transitado terreno de la animación mainstream contemporánea, su secuela parte de una repetición cansina de fórmulas propias y ajenas. Tomando en préstamo más de una idea de la saga Toy Story, la película de los realizadores Chris Renaud y Jonathan del Val y el guionista Brian Lynch retoma el cuento de las mascotas neoyorquinas y sienta las bases para el punto de partida de la nueva historia echando mano a una serie de elipsis: la dueña de los perros Max y Duke –otrora enemigos, ahora amigos inseparables– conoce a un hombre, forma pareja, se embaraza y da a luz a un hijo. La breve secuencia de crecimiento del nuevo rey de la casa ofrece algunos de los mejores momentos de la película, con su hiperbólico planteo de los conflictos, miedos y placeres que todo cambio profundo en el ámbito doméstico suele propiciar (los animales antropomorfizados no son otra cosa, en definitiva, que espejos idealizados de nosotros mismos, los humanos).

A partir de ese momento, Mascotas 2 abre el juego a tres relatos de aventura y descubrimiento, tal vez temiendo que uno solo no fuera suficiente para atraer a la audiencia. Gracias al viejo y todavía útil montaje paralelo, los dos canes parten en un viaje familiar al campo, durante el cual Max descubre el coraje oculto en su interior, el conejo Snowball y la pomerania Daisy salen a rescatar a un tigre de las garras de un malvado dueño de circo (tan parecido al Gru de Mi villano favorito que hasta podrían ser parientes) y la perrita Gidget se disfraza de gato para recuperar un chiche perdido en el seno de una comuna de felinos. La obsesión por la situación de peligro/escena de acción y el movimiento constante generan una acumulación de escenas de similar índole e intención –con algún gag ocurrente atravesando la pantalla y un uso por momentos violento del slapstick–, generando más temprano que tarde una sensación de saturación, de plato reciclado y vuelto a calentar.

Sin poder darle forma a una historia realmente estimulante o emotiva (la travesía interna de Max respecto de su pequeño amo es un triste remedo de la de Woody y su propietario Andy), esta secuela, funcional a las leyes del marketing, no tiene demasiado para ofrecer a la platea, más allá de su profesionalismo técnico y algunos momentos de humor inspirado. Para el cuestionario sin respuestas quedarán las razones por las cuales algunos animales no hablan, quedando así incomunicados del resto de las parlanchinas criaturas. Al menos es posible escuchar, en la versión original, a Harrison Ford, debutando como “doblador” en el cine de animación al darle vida sonora a Rooster, un perro pastor con amplia experiencia en la vida de campo y rotundas actitudes fordianas, (valga el neologismo).