Al igual que en la temporada anterior, la serie arrancó con los Borges (Claudio Rissi y Nico Furtado) fuera de la cárcel y escapando entre los tiros en clave de videoclip. Una intro picante e hiperquinética para captar la atención de entrada. Sólo que, esta vez, el escenario fue más surreal que aquella persecución en el barrio donde ambos se habían profugado: la balacera ahora se produce en un cementerio durante el encuentro entre los hermanos y unos narcos colombianos que quieren producir droga dentro del penal de San Onofre. Un escenario exagerado y difícil de imaginar en la vida real, pero que en esos minutos intensos luce verosímil.

 

El Marginal como producto de audiencia, recaudación y culto pudo retirarse con todos los honores tras la primer temporada, hace unos lejanos tres años, cuando la serie impactó porque logró poner en juego un montón de historias que a su vez logró cerrar en esos trece capítulos. Pero el éxito generado obligó a desatar nudos y pensar nuevos argumentos. Así apareció el año pasado la “precuela” como salvavidas para hacer una segunda temporada y agregar nuevos personajes, y ahora la tercera en el medio de ambas. Es decir: después del “motín de las palomas” de finales del ciclo anterior con el que los Borges le arrebataron el poder de los pabellones al Sapo, y antes de que éstos lo pierdan, tal como se presume en la primera temporada.

 

La alianza entre la TV Pública y la productora Underground ofrece grandes dividendos para ambas partes con ratings en alza, premios en todo el mundo y un jugoso contrato con Netflix que, entre otras cosas, impide por un tema de derechos ver la serie “en vivo” desde la web de la TVP (al menos en la Argentina).

 

Pero más allá del interés en general de la serie y del fanatismo que cada personaje despierta en la audiencia, esta nueva saga de El Marginal vuelve a poner sobre la mesa la discusión sobre las representaciones que elige esta ficción para figurar un universo carcelario que (más allá de aclarar al principio de cada capítulo que “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”) inevitablemente busca anclaje en lógicas y mecanismos que efectivamente se suceden en todo el sistema penitenciario. “Soy un fanático de todas las obras que estén relacionadas con la cuestión carcelaria”, reconoció Sebastián Ortega, cabeza de Undergroud y productor de la recordada serie Tumberos.

 

Por eso no es azarosa la colocación de personajes que agregan nuevos actores (artísticos pero también sociales) a una trama que en la segunda temporada había pecado en exceso de endogámica por concentrarse en las peleas internas del penal sin sopesar los condicionamientos externos que influencian a ese ecosistema en apariencia cerrado y desconectado de lo que sucede más allá de los murallones. Así, vuelve por ejemplo la figura del corrupto juez Lunatti en representación de un sistema judicial acaso cuestionado como nunca en la historia argentina. 

 

Arranca a los tiros. Y debuta Toto Ferro en el papel del hijo de un empresario (Gustavo Garzón) que utiliza su poder y e influencias para proteger a su vástago, preso después de manejar borracho y matar a sus amigos. Se trata de una representación de la juventud de clase media “con privilegios”, reforzada con una especial escena que mezcla al Rodrigo de la Serna que va a Dock Sud en Okupas y al Tomás Fonzi de la película Paco (ya verán cuál). Además aparece Ana María Picchio como autoridad del Servicio Penitenciario Federal y militante de la “mano dura”, imagen que (a pesar de la diferencia de cargos) resulta inevitable comparar con la de Patricia Bullrich y su prédica casi patológica del Estado punitivista. En otro aspecto, la “musicalización” del patio (una de las locaciones fundamentales de El Marginal, copada por “La Sub21)”) también acusa recibo de ciertos cambios en los consumos culturales de la juventud más baja de la pirámide social, donde el freestyle y el hip hop empiezan a poner en duda el monopolio de la cumbia como banda de sonido de época.

 

La pregunta es si estas caracterizaciones bastan para darle más amplitud coral a las oscuridades y negligencias de un mundo carcelario al que la ficción argentina de momento parece aludir solamente porque esa escenografía le permite valerse de narrativas violentas y morbosas sin tapujos. Peleas salvajes, facazos a la luz del sol, vejámenes naturalizados y una institucionalidad estigmatizadora y sin empatía solo pueden ser digeribles si se las ambienta dentro de una cárcel, lugar en el que parece valer todo en nombre de ambiciones descarnadas y personales.

 

El tema es, si más allá del pochoclo y la manija que nos generará esta temporada (tal como ya ocurrió en las dos anteriores), la serie se animará a darle siento sentido de veracidad a lo que la ficción refleja mediante sus personajes. Es decir: un clivaje más humano en medio de la inhumanidad que sus personajes manifiestan como estilo de vida. La única que realmente parece padecer el “estado de situación” es la asistente social Emma Molinari (Martina Gusmán), mostrando un nivel de conciencia y empatía ausente en el resto del elenco.

 

Claro que esta discusión sobre el universo penal y sus resortes institucionales está presente y extendida más allá de El Marginal, aunque la saga contribuirá a acentuar o sesgar estos discursos desde una pantalla para nada inocente como la de la TV Pública, medio reducido a house organ de un Gobierno que destaca entre sus valores positivos el aumento de las fuerzas represivas del Estado y la creciente detención de personas en cárceles atestadas, crueles e ineficaces.