Colgado desde la ventana de la Escuela 49, el guardapolvo blanco que docentes y alumnos eligieron para recordar a Sandra Calamano y Rubén Rodríguez sigue intacto. Un poco menos blanco, quizás, por el paso del tiempo. “Esto es lo único que nos queda”, lamentaron Hernán Pustilnik y Marcela Corbalán, maestros de la 49, a un año de la explosión que el 2 de agosto de 2018 se cobró la vida de la vicedirectora y el auxiliar. Ya no están Sandra, ni Rubén, ni las decenas de cartas, dibujos, velas y flores que los chicos habían puesto, junto al guardapolvo, el día de la tragedia. “Nos están costando muchos sus ausencias. Desde ese día nunca volvimos a ser los mismos”, aseguró Hernán.

“Ese 2 de agosto me levanté a la misma hora de siempre y salí rumbo a la escuela. A algunos nos gustaba juntarnos un rato antes de comenzar la jornada para tomar un mate, reirnos un poco”, recordó Marcela, sentada en un banquito frente a la 49. “Cuando llegué a la escuela, salió Marisol, una de mis compañeras, y me dijo lo que había pasado. Yo me reía y le decía que no haga chistes tan temprano. Me dijo que Sandra estaba tirada frente a la escuela y ahí, cuando la vi, se me vino el mundo abajo. Quise entrar a la escuela para ver al gordis (Rubén), que estaba tirado en el patio, pero ya estaban los bomberos y la policía. No podía respirar, no podía ver. La gente gritaba, los compañeros nos abrazábamos. Fue un caos absoluto”, continuó la docente, inundada de lágrimas.

Hernán, ese día, no tenía planificado ir a la escuela. Había hablado con Sandra, minutos antes, para avisarle que debía llevar a su hija al pediatra. También fue Marisol, docente de la institución, la encargada de darle la noticia. “Me llamó llorando, a los gritos, diciendo que la escuela había explotado. Que el gordo estaba muerto y que estaba buscando a Sandra entre los escombros. En medio de un ataque de llanto, llamé a mi mujer, le pedí que venga urgente a quedarse con la nena y salí para allá”, recordó el docente. Coincidió con Marcela: era un caos.

La sensación de caos, con el correr de los días, se transformó en desolación. “Estábamos como adormecidos. Comenzábamos a luchar en las calles, a pedir justicia, pero sentíamos un vacío imposible de llenar”, recordó Marcela. “Yo creo que desde ese día nunca volvimos a ser los mismos. Ese 2 de agosto nos morimos un poquito con ellos”, agregó Hernán, sentado a su lado.

Tras la explosión, la Escuela 49 cerró sus puertas. Las autoridades provinciales, finalmente, estaban dispuestas a hacer del edificio escolar un espacio seguro. “Sacaron la conexión de gas de las aulas, hicieron la conexión de gas nueva para la cocina y una obra eléctrica nueva, pusieron aires acondicionados, hicieron tareas de apuntalamiento, pintaron”, describió el docente. “A la semana que volvimos se rompieron los baños nuevos. Eso te habla del tipo de arreglos que se están haciendo en Moreno”, advirtió. Durante los tres meses que duró la obra, la comunidad de la 49 se organizó en un descampado y en una iglesia cercana para dar “continuidad pedagógica” a los chicos y para mantener --con donaciones y con las escasas viandas que entregaba el estado-- las comidas que habitualmente brindaba el comedor de la escuela.

El 30 de octubre, finalmente, la 49 estaba lista. Los que no estaban listos eran los alumnos, docentes y auxiliares que debían volver a habitar las aulas sin Sandra y sin Rubén. “Esa vuelta fue muy dolorosa, nos costó muchísimo”, dijo Hernán, sin levantar la mirada del piso. “Incluso terminamos cambiando la rutina. Porque lo normal era que Sandra, cada mañana, saludara a los chicos y los aconsejara. Para evitar ese momento, cuando volvimos a clases, cada uno formaba a sus chicos y se iba a los salones. No podíamos aguantar estar ahí y ver que la imagen de Sandra no estaba. O de repente nadie se quería quedar en la puerta para recibir a los chicos porque ese era el lugar de Rubén”, explicó Marcela.

“Con el tiempo, pudimos seguir adelante. Gracias a la unión de la comunidad educativa. Gracias al apoyo de las familias, que entendieron que esto podría haber pasado en cualquier otra escuela. Y gracias a los directores, que ante el peligro de edificios escolares inseguros resolvieron suspender las clases”, recordó el docente.

A un año de la explosión, el dolor sigue siendo el mismo. “Yo no lo puedo superar, me sigue costando un montón venir a la escuela. Me faltan 5 años para jubilarme pero ya no aguanto más. Si vengo, es por los chicos, porque yo ya no encuentro un lugar acá”, admitió Marcela. “Venir y no encontrarte con Rubén y su alegría, con Sandra y su empuje, se nos está haciendo muy difícil. Pero es como dice Marce: los chicos nos necesitan”, agregó Hernán, a su lado. “También sentimos mucha impotencia. Ya pasó un año y no tenemos ni un culpable. Además, hay muchas escuelas que siguen más o menos en la misma que el año pasado. Eso da bronca, la verdad”, lamentó el docente.

En este 2 de agosto de 2019, Marcela y Hernán eligen recordar a sus compañeros como lo que eran: “unos luchadores”. “Sandra era una tipa con mucha fuerza, siempre para adelante. Y el gordo... ¿Qué puedo decir? Era pura bondad, muy compañero, siempre con un chiste. Además de dos luchadores, ellos eran mis amigos, mi familia”, concluyó Marcela.

Hernán, quebrado tras las palabras de Marcela, no pudo agregar nada más. Despegó la mirada del piso, mientras se secaba las lágrimas con el buzo, y se fundió junto a su compañera en uno de esos abrazos que, desde hace ya un año, se volvieron imprescindibles para seguir de pie.