La moda tiene cerca de una década, pero lejos de menguar, no para de crecer. Hay quienes entienden que viene de la mano de la explosión de Instagram y esa necesidad de querer compartirlo todo, con pelos y señales, en la web. Celebridades como Kate Hudson, Alec Baldwin, Jessica Alba o Johnny Galecki han suscripto; también numerosísimos no-famosos de Estados Unidos, Gran Bretaña, Australia… Por fortuna, no ha calado aún en territorio nacional, pero ya lo dice el dicho: mejor prevenir que terminar orquestando fiestas para anunciar el sexo del bebé. O peor aún, sin comerla ni beberla, recibir una indeseada invitación a estas gender reveal parties, como se llama este nuevo clásico, con error desde el bautizo (el género es una construcción que no viene dada al nacer, mucho menos siendo fetito en vientre).
¿De qué va el asunto? Docs dan a progenitores el estudio a sobre cerrado; padres entregan el resultado a -por ejemplo- una pastelería, que prepara torta afín. El misterioso relleno, rosa o celeste, según. En la fiesta, se corta el pastel, se enteran los presentes del sexo del baby, se hace la mímica de la félicité, llueve confeti, y todo se filma -obvio es decirlo- para luego compartir.
Ojo, lo de la torta -o en su defecto, los cupcakes- es la versión más light, al igual que llenar piñatas con papelitos rosas o celestes y deshacerla a golpes en serena comunión. La espectacularidad ha encontrado nuevo nicho en las gender reveal parties, multiplicándose las hazañas dramáticas, dignas del más elaborado cine de acción. ¿Contratar a un caimán para que muerda el globo relleno polvo colorinche? ¡Por supuesto! ¿Fichar a una avioneta para que libere cientos de globitos rosados? ¡Hecho! ¿A coches que a máxima velocidad desprenden nubes ondulantes de polvo azulado?, ¿A paracaidistas para que hagan su aterrizaje estelar entre anillos de humo rosado? Pff, claro que sí. El caso más infame acaeció en Arizona el año pasado: un hombre le disparó a un target de explosivos de colores, iniciando así un incendio de miles y miles de hectáreas. Intrascendente momento privado devenido catástrofe pública, con 8 millones de dólares en daños, en fin.
“¿Se han unido las fuerzas del conservadurismo, en una colaboración inusual pero predecible, con las fuerzas del comercio para detener al progresismo? Los suscriptores a esta moda parecen querer decir: ‘¿Creés que podés evolucionar hacia una comprensión más compleja, menos binaria, más fluida de la condición humana? Pues, ¡comete esta magdalena azul, liberal! Acabo de prender fuego el bosque, ¡porque es un varoncito!’”, expresaba su malestar la periodista Zoe Williams en una reciente nota de The Guardian. Incluso la “pionera” Jenna Karvunidis, bloggera que impuso la moda una década atrás, ahora se muestra arrepentida; “al final, el sexo no es importante”, reconoce; y admite “que este tipo de celebración afecta a personas no binarias o trans”.
No está demás refrescar las palabras que apuntaba la filósofa feminista Elisabeth Badinter en su libro El uno es el otro de los 80s: “En realidad todos somos andróginos. La mayoría de las culturas ha preferido pretender que tenemos una única tendencia. La norma impuesta fue el contraste y la oposición. A la educación le ha correspondido enmascarar las ambigüedades”. Ay, la humanidad: un paso adelante, una explosión de papelitos rosa/celeste atrás… Y es que, ha llevado tiempo, pero vivimos hoy en tiempos crecientemente fluidos, hay una comprensión más temprana y más sofisticada de la orientación sexual y la identidad de género como espectros, no puntos polares; avanzamos en dirección contraria al esencialismo a sabiendas de que es un corsé, una camisa de fuerza; entendemos que el futuro no tiene etiquetas. Ya decía Susan Sontag a fines de los 70s que “la idea de ser más específico no es tan importante, porque la verdadera especificidad consiste en hacer uso de referencias múltiples”.
Por lo demás, venga el obligatorio párrafo aparte sobre el asunto de los colores, una convención arbitraria de cortísima data que no hace sino alimentar estereotipos. Hay muchísimas notas circulantes: tinta desperdiciada cual pólvora en chimangos, al parecer; chimangos que siguen desoyendo que no hay nada de natural en la cromática distinción ¿No se enteran de que, hasta poco después de la Segunda Guerra Mundial, el celeste estuvo fuertemente vinculado a las niñas? ¿O que durante buena parte del siglo 19, la vasta mayoría de los párvulos vestía de blanco, independientemente de su sexo? Por razones prácticas, en tanto el constante hervir y blanquear de pilcha borraba cualquier costosa tintura de época; y porque la ambigüedad de género en los bebés se consideraba una virtud que había que apreciar y proteger (el género -entendido como un atributo de la sexualidad- no corría hasta la adultez).
El consuelo de tontos sería que, a veces, estas performances caseras salen para el traste , y ese instante de calamidad e incertidumbre es un pelín reparador. Los autos que desprenden humo colorinche entran en combustión espontánea; las pelotas que batean los padres –y disparan polvito rosa o celeste- acaban dándole un porrazo a aledaños; las cajas con sorpresa caen sobre sus cabezas antes de que las puedan abrir. Y, como advierte el NY Times, “es catártico observar que pasa, porque no hay que esperar diez o veinte años para ver cómo el humo de color disipado deja a su paso a individuos desordenados, llenos de sorpresas y contradicciones, en lugar de símbolos cosificados de masculinidad y feminidad”.