El cine y la literatura juvenil lo tematizan: en la preadolescencia los padres ya no están tan encima y, salvo los de tu pandilla, los otros pibes no te toman en serio. La popularización doméstica de los videojuegos les dio a los que no eran tan resueltos o lo mínimamente adaptables a su entorno algo en lo que ser buenos. O malos, pero haciéndolo bien. Opera un contrato digno: el juego te las pone jodidas pero confía, como tal vez ninguna persona de tu entorno, en que halles el modo de sortearlo o de desarrollar la mínima estrategia hasta el fin.

El monumental The Witcher 3 es de los mejores videojuegos recientes, pero es asfixiante y expone cómo no muy de pronto los fichines empezaron a hacerles bullying a sus jugadores, poniendo foco en qué no saben o tienen aún, presuponiéndolos estáticos, incapaces de aprender. Tarda media hora en dejarte jugar, entre cinemáticas y tutoriales. Y cuando lo hace, empasta la interfaz con minimapa, cuadro con estado de las misiones activas, indicadores de salud, poderes e inventario, listado de qué tocar para hacer qué y hasta un botón que resalta en pantalla lo útil o interactivo.

El desarrollo de controles avanzó pero incluso en su estado actual, pasando la Wii y el VR, no son tantas las acciones a realizar en paralelo. ¿Qué juego precisa más de diez botones? Los FIFA tienen minijuegos que instruyen sobre las dinámicas, modo de entrenamiento, menú para controles, guía de movimientos, y encima, al lado del que lleva la pelota, una leyenda indica qué hace cada botón. Se desactiva más fácil aún que los módulos de The Witcher 3, pero sigue presuponiendo imbecilidad.

Cuando los videojuegos se regocijaban en lo elemental, bastaban palotes, una pelota cuadrada y un marcador; una serie de tuberías y abismos; dos contrincantes y la perfecta indicación de “¡Fight!”. Super Mario Bros no explicó quiénes eran buenos o malos: te invitaba a ver qué se comía y qué nos comía. Sin explicar nada, Dark Souls sigue a la vanguardia para la crítica y Minecraft es top seller.

Parte del boom indie de hace una década fue por la aparición de tiendas digitales como Steam y las de las consolas de la anterior generación. Otra base fue que Machinarium, Super Meat Boy o Braid volvían al trato honroso que daban los primeros videojuegos. Johnatan Blow, de Braid, la rompió en 2016 con The Witness, totalmente intrigante y magnético.

Por su naturaleza interactiva, los videojuegos son un arte metadiscursivo. ¿Pero qué hay cuando en lugar de contar una historia, el juego se cuenta a sí? Lo satelital entra a lo medular y lo desplaza; y eso se siente como si el videojuego hubiera sido obra de un youtuber, periodista o forista posteando una guía. Se acerca al tutorial y se aleja del arte. Y queriendo solucionar la imbecilidad del usuario, demuestra la estupidez del creador: si tu desarrollo de dinámicas es apenas bueno, no precisás más.