“Fueron en total cinco semanas de filmación, divididas en tres viajes con mucho desplazamiento. Sin luz, sin agua, sin gas, sin señal de celular, sin lugar donde comprar comida, con el pueblo más cercano a noventa kilómetros, parando en carpa, con un equipo mínimo”. Así describe el realizador Pablo Reyero el rodaje de su más reciente largometraje, el primero en una década. El director de La cruz del sur, Ángeles caídos y Dársena Sur (uno de los hitos fundacionales del Nuevo Cine Argentino en el terreno del cine de lo real) se mantuvo ocupado durante más de diez años como corresponsable del área cinematográfica de la Televisión Pública y siente que el estreno de Paso San Ignacio este jueves –en el cine Gaumont y en otras salas del del centro y el sur del país– es “una manera de retomar la senda de mi camino más personal”. El documental describe la vida cotidiana y las formas de organización social y cultural de los descendientes directos del linaje Curá, habitantes del Paso San Ignacio, en la precordillera de la provincia de Neuquén, con una mirada totalmente alejada del didacticismo mal entendido, concentrándose en los sujetos protagonistas y dejando que sean sus voces las que guíen el relato.

“No pude convencer a ningún técnico para que me acompañara, así que terminé haciendo yo mismo la cámara, lo cual condicionó la puesta en escena”, afirma Reyero en conversación con Página/12. Esa forma de rodaje casi íntima no es otra cosa que el broche de cierre de un proceso creativo que tuvo su origen en temas muy cercanos. “Mi familia materna es oriunda de La Pampa, de la zona donde Calfucurá tenía su toldo principal en Salinas Grandes. Mi bisabuelo fue uno de los fundadores de un pueblo llamado Macachín, justo en la entrada a las salinas, y mi tatarabuelo era carretero y recorría la ruta del desierto con sus carretas allá por 1860, 1870, de Bahía Blanca al desierto. Hay nanas salineras en la familia y, desde chiquito, escuchaba las historias que contaban mi vieja o mi tía sobre esas cosas que les habían llegado de los ancestros, lo que había ocurrido durante la Conquista del Desierto”.

-Hay varias historias desconocidas, silenciadas, que la película recupera y pone de relieve.

-Por una cuestión de conveniencia política, los ranqueles fueron declarados indios autóctonos de la región y los salineros es como si no hubieran existido. En realidad, Calfucurá fue el principal líder político, religioso y guerrero de la Nación Mapuche el este de la cordillera. Fue el único que tuvo la visión de armar una confederación de tribus y oponerse a la Conquista y tener negociaciones más equilibradas con el “hombre blanco”. No hay que olvidar que el padre de Calfucurá, llamado Huentecurá, fue uno de los guías de San Martín para cruzar la Cordillera, uno de los ciento trece mapuches huilliches que lo asesoraron para hacer la Guerra de Zapa.

-Paso San Ignacio comienza con una serie de placas que explican someramente el contexto histórico, pero a Ud. le interesa más el presente, el día a día de los descendientes.

-Me interesan las personas. Ahí también se cruza lo familiar, porque en mi familia hubo casos de cautivas y cruce de sangres. Mi vieja siempre molestaba a las hermanas con ese tema: eran tres y todas ellas tenían un color de ojos muy particular, que sólo tienen las mujeres salineras que encontré en Paso San Ignacio. Antes de morir, mi madre hizo un viaje que terminó en Trancura, en Chile, un lugar en donde se escondieron los treinta o cuarenta salineros que sobrevivieron a la Conquista del Desierto. En su momento no entendí las razones de ese viaje y esta película también fue una manera de acercarme a esa historia.

-¿Resultó sencillo entrar en confianza con los hombres y mujeres que participaron de la película?

-Llevó unos tres años de viajes cortos, de estar un tiempo y volver. Lo primero fue recorrer el camino de la rastrillada, rastreando y buscando la descendencia. La idea original era filmar en La Pampa, pero allá quedaron apenas dos o tres descendientes desperdigados y con la memoria muy perdida, muy vaga. Hasta que logré conectarme, acá en Buenos Aires, con una descendiente que había nacido en Choele Choel; ella fue quien me pasó el dato de San Ignacio. A partir de ese momento fue entrar de a poco, teniendo en cuenta que hay muchas internas entre ellos, algo que la película también describe.

-La descripción de la cosmovisión es construida a partir de su propio relato, sin voces en off ni textos explicativos.

-Siempre fue esa la idea. La de los Curá es la única comunidad mapuche que tiene una piedra sagrada, que está en su posesión desde hace más de cien años. Es algo muy particular. Ellos mueven cosas muy primarias, muy primitivas. A su vez, está todo el cruce con el cristianismo y con el ejército, claramente desde la opresión. Cuando fueron derrotados tuvieron que pagar el precio de la derrota, entregando a sus hijos a la iglesia y al ejército. Ceferino también se entrega y la cuestión de su canonización la viven contradictoriamente. En la última de las historias de la película un hombre llamado Laureano lo dice claramente: él no cree en Ceferino, lo respeta porque es pariente, pero es mapuche, no huinca. La interpretación de los sueños y que todas las decisiones las tomen a partir de eso, la idea de que todos somos dobles. Uno se da cuenta de que ahí hay algo profundo. Hay un conocimiento de una forma de comunicación con la naturaleza, con el estar en el universo, y desde ahí surge el vínculo con la piedra sagrada, con el Newen, con lo “sobrenatural” entre comillas. Esa manera de ver el mundo era lo que me interesaba registrar, algo que se está diluyendo y sin dudas se va a terminar perdiendo. Encima ahora prima el estereotipo del mapuche urbano y combativo, y todo lo que subyace a esa cultura se desconoce.

-La película le escapa a la etnografía pura y dura y se concentra en la humanidad de los protagonistas.

-No creo tanto en el documental de observación como género, me parece que impone una mirada que no es nuestra. Creo que hay algo en el valor del documento, como captación de una realidad, que a mí me interesaba preservar. De los salineros no hay nada, está todo absolutamente negado. Los pocos textos existentes fueron escritos por militares que participaron en la campaña de exterminio, los opresores que fueron construyendo el estado en base a colecciones de cráneos. Fueron ellos los que contaron la historia.

-Su mirada sobre esa sociedad no construye una imagen romántica y no esquiva sus aristas menos amables, como ese momento en el cual una mujer entra en llanto al recordar los momentos de violencia doméstica.

-El lugar de la mujer en esa sociedad, con ese modo de organización social… es durísimo. Es muy loco porque, por un lado, las mujeres –sobre todo las mayores– son las que tienen la sabiduría, las que llevan los cantos ancestrales, que son la memoria oral de esa cultura. También son mujeres las que curan, las que interpretan los signos de los sueños, algo con mucho valor para ellos. Y, por otro lado, está lo que se ve en el documental. Es una contradicción muy fuerte.