Como Bastardos sin Gloria, Érase una vez… en Hollywood abre un resquicio en la Historia por donde se meten los payasos, en este caso el actor Rick Dalton (Leonardo Di Caprio) y su doble, Cliff Booth (Brad Pitt). La conexión entre Dalton y aquella película aparece explicitada en un fragmento de otra película protagonizada por el actor venido a menos en el que carga contra una reunión de nazis con un lanzallamas. El chiste es más bien malo; todo lo que es bueno en Érase una vez… en Hollywood va por otro lado y no tiene que ver con esa clase de bromas autorreferenciales sino con la lenta construcción de escenas en las que se da a ver mucho, y con mucha intensidad, sobre la ficción y sobre el cine. Rick Dalton es un actor que tuvo su momento de éxito relativo pero se sabe en los últimos estertores de su carrera, contratado casi exclusivamente para ser el villano de los nuevos héroes. 

Sin embargo la melancolía, que la hay, está en segundo plano; Dalton es mediocre, no es inteligente, no termina de entender el negocio en el que participa y sin embargo a lo único que sabe hacer lo hace con una dedicación y compenetración tales que logra brillar frente a la cámara, como se ve en la escena donde está filmando un western y se interrumpe para pedir letra: en esa capacidad de generarnos a lxs espectadores la ilusión de estar asistiendo a algo real, y en el parpadeo entre ese orden superior de la ficción y el registro siempre chabacano, siempre decepcionante de la vida fuera del cine, se juega Érase una vez… en Hollywood (Tarantino, de más está decirlo, sabe hacer lo mismo que hace Dalton).

En esta ficción que transcurre en agosto de 1969, durante los días previos al ataque de miembros del clan Manson en Cielo Drive, Dalton está acompañado por Cliff Booth, su doble, un poco hermano y otro poco niñero y mayordomo. Los dos amigos no tienen mujeres (se dice que Booth mató a la suya), viven en un mundo de poses viriles y miradas recias, actúan la masculinidad hasta el paroxismo pero entre ellos se cuidan, se consuelan. Dalton, en especial, suele conmoverse hasta las lágrimas. Y se mueven, como niños, en un universo de estudios donde se puede retar a Bruce Lee a una pelea o donde los echan por boludear.

Se juegan cosas fundamentales en esa arena, pero no deja de ser todo un juego de niñxs, barato, puesto del lado del entretenimiento y no del Arte. La figura que completa ese universo es la de Sharon Tate, interpretada por Margot Robbie como una especie de ángel de la ficción; en ella el estilo más bien ingenuo del tipo de comedia que representaba y su vida “real” se funden en un solo cuerpo que baila, se pasea en minifalda y botas blancas y recorre Los Ángeles como si todo fuera una película, sin una sola interrupción. Sharon no sale de ese personaje de sonrisa plácida y ojos asombrados, ni siquiera cuando no la reconocen en la entrada de un cine en el que están pasando una de sus películas y la tratan como una del montón. Hay algo de la belleza de lo que nunca existió condensado en ella, una criatura de puro cine que todo lo vuelve mágico, como un hada (pero una que tiene los pies sucios, como una huella real en la base, y además ronca). 

Semejante ángel se tiene que salvar del ataque de los profundamente mediocres miembros del clan Manson, que son ante todo malos televidentes, malos espectadores: tienen derecho a cobrar venganza sobre lxs integrantes de la industria del cine, según dicen, porque éstos les enseñaron a matar; son tontos y literales, buscan culpables para su propia sed de violencia. Érase una vez en Hollywood es una película maravillosa en varios sentidos, incluso como comentario sobre un mundo donde a la ficción se le reclama ejemplaridad. Pero también sería interesante ponerla en línea con Pulp fiction o Death proof, con lo que Tarantino supo hacer con las heroínas mujeres cuando salían de su imaginación y el modo en que las representa ahora que las mujeres reales de la industria del cine —ésa que Tarantino glorifica en una época machista y dorada— se unieron para reclamar venganza.