Arenas de silencio. Olas de valor                                 6 puntos

Sands of Silence, EE.UU./España, 2016.

Dirección y guion: Chelo Álvarez-Stehle.

Duración: 86 minutos.

Estreno en el cine Cosmos, todos los días a las 21.30.

Este documental de la realizadora española Chelo Álvarez-Stehle, que se estrena en Argentina con tres años de retraso, es como varios documentales a la vez. No todos buenos, no todos pensados con claridad, no del todo congruentes entre sí. Cuando encuentra la senda, Arenas de silencio. Olas de valor (el título milita del lado “no todo”) es una película sumamente valiosa. No sólo por poner sobre la mesa uno de los temas cruciales del mundo contemporáneo, como es el del abuso, sino por darle un desarrollo que ayuda a pensarlo. Algo sumamente dificultoso, por tratarse de una aberración que parece negarse a la posibilidad de comprensión.

Arenas de silencio (se impone resumir el título) comienza con una decidida primera persona. La realizadora narra un recuerdo infantil en el que su hermana menor es llevada por un señor mayor a una carpa de la playa. La hermana mucho no quiere hablar del tema, cuando habla es para quitarle importancia y además no quiere aparecer en cámara. Por lo cual en la primera mitad de la película se la ve con el rostro borrado. Hay un salto y la realizadora aparece en el rol de periodista, investigando el tema del abuso en mujeres y niñxs, en sitios tan distantes como Nepal y México. En ambos casos lo que se narra es atroz. La violación colectiva de una niña en el país asiático, como ceremonia de inicio en la prostitución forzada, y un intento fallido de suicidio. El secuestro de una mujer joven en México, junto a su bebita de seis meses, y su obligada participación en una película porno, con la bebé en cámara. Luego de eso la mujer se entera de que la bebé fue vendida. De una punta a la otra del globo, esclavitud humana.

Ambas historias se encaminan sin embargo a sendas formas de salida del infierno. En un caso mediante la denuncia de los apropiadores y en el otro, con la protagonista convertida en una importante militante en contra del abuso. Hasta aquí, Arenas de silencio presenta distintos problemas narrativos. Uno es la confusión que genera el salto del relato infantil en primera persona, al (doble) relato en tercera. Que se trate de dos relatos paralelos colabora con la sensación de desorientación, y que la realizadora aparezca en cámara, a veces con vestimenta tropical, le da a la película un aire --involuntario, por supuesto, y sumamente perjudicial-- de documental exótico, de National Geographic o algún otro canal por el estilo. En un momento dado la realizadora vuelve a la primera persona, ahondando en ella a partir de una confesión propia, que resignifica la mismísima razón de ser de la película. Aparece la figura de un cura “intocable”. Ex miembro de la Teología de la Liberación, para peor.

Ese es el fragmento más interesante de Arenas de silencio. Uno en el que distintas víctimas de abuso dialogan, confesando miedos, sensaciones, sumisiones, silencios que dejan todo como está. O estaba. Y aparece también la voluntad de rebelión, de patear el tablero. La realizadora --ahora sí, con una presencia justificada en cámara-- anuncia la posibilidad de enfrentamiento con el monstruo. Lo cual genera una expectativa mayúscula. No hay nada dramáticamente más poderoso que la confrontación entre víctima y victimario. Y sin embargo no, esa confrontación no se produce. Algo semejante, en términos dramáticos, a la pinchadura de un globo. El estilo narrativo muy entrecortado --lo que antes se llamaba “estilo MTV”-- también remite a modelos televisivos. Sobre todo estadounidenses, lugar de residencia de la realizadora.