“Vamos, son tres paquetes”, le dice en guaraní uno de los hombres al otro, el más joven y menos experimentado. Al lado del río, envueltos en mortajas desprolijas, improvisadas, yacen los cuerpos sin vida. La misión de Pastor y Dionisio, como cada vez que un mensaje de radio transmitido desde la ciudad los pone sobre aviso, es enterrar los cadáveres en la espesura del monte. Hacer un pozo lo suficientemente profundo, arrojar el cuerpo, taparlo cuidadosamente y echarle encima un poco de cal, de manera que ningún animal pueda olisquear el sepulcro secreto y logre desenterrar aquello destinado a permanecer oculto. La ópera prima del paraguayo Hugo Giménez no transcurre en cualquier lugar y en cualquier momento: una placa al comienzo anticipa que se trata del país vecino en el año 1978, bien avanzada la segunda década del gobierno dictatorial de Alfredo Stroessner.

Matar a un muerto, con su énfasis en la sordidez del “oficio” de los protagonistas y la descripción minuciosa de lo que no debe verse ni oírse –aquello que debía permanecer fuera de campo para toda la sociedad, aunque su existencia fuera un secreto a voces– entrelaza el realismo extremo con la alegoría, encarnada por los sonidos de una criatura salvaje que constantemente acecha al dúo.

Coproducida con aportes argentinos y europeos, la película concentra la mirada en la interacción entre Pastor (Ever Enciso), tan acostumbrado a la terrible tarea que parece absolutamente insensible a lo que lo rodea, y el menos temerario Dionisio (Aníbal Ortiz), obsesionado con tener alguna novedad del mundial de fútbol que se está desarrollando en otro país de Sudamérica, bajo las botas de otro sanguinario gobierno militar. La vida cotidiana en la choza, aislada de todo y de todos, no es sencilla, pero nada se compara con la responsabilidad de llevar a cabo el trabajo.

 

Giménez los sigue de cerca, y las imágenes y sonidos (esas moscas que nunca dejan de revolotear alrededor de la carne de los muertos y los vivos) transmiten fielmente su pavoroso accionar, su origen y consecuencias. Victimarios y al mismo tiempo víctimas, testigos directos y ejecutores finales del terror institucionalizado, los sepultureros de los desaparecidos atraviesan los días como autómatas o, peor aún, espectros.

El movimiento y los gemidos imprevistos de uno de esos cuerpos cambia las reglas de juego. Mario (el argentino Jorge Román, en boca de todos por su encarnación de Carlos Monzón en la reciente serie televisiva) está vivo, apenas herido. ¿Quién será capaz de matar aquello que debería estar muerto? A partir de ese momento, la película propone un juego narrativo de encierros al aire libre que coquetea incluso con el suspenso, aunque el tono seguirá siendo el de la pieza de cámara como símbolo del horror de una época. Teniendo en cuenta la temática y la efectiva ejecución de sus modestas ambiciones, resulta extraño que Matar a un muerto llegue a las pantallas comerciales sin haber pasado previamente por algún festival cinematográfico de cierta envergadura.