Acaba de morir a los 95 años Robert Mugabe , el casi eterno líder de Zimbabwe, que fue de militante marxista a padre de la patria, de presidente popular y amplio a dictador cleptócrata. La de Mugabe fue una historia de alturas y pozos, y una parábola ejemplar de los problemas de construir nacionalidad y ciudadanía en Africa.

Por ejemplo, para contar la vida de este líder hay que empezar por decir que era shona, la mayor etnia de Zimbabwe. En 1924, era la colonia británica de Rhodesia, así llamada por el empresario, político e imperialista -esto se lo decían como un elogio- Cecil Rhodes, que soñaba con un Africa inglesa que fuera “del Cabo al Cairo”.

El niño Mugabe era pobre pero intensamente inteligente y serio, con lo que fue educado en una de las misiones que crearon, tal vez sin querer, casi toda la primera clase dirigente africana. A seso puro, consiguió ir a la secundaria y a la universidad, algo poco común para un “nativo”, y se graduó como docente. Fue maestro en Rhodesia y en Rhodesia Norte, hoy Zambia, y crucialmente también en Ghana, la primera colonia en ganar su independencia.

El contraste lo radicalizó. Su país era gobernado por una ínfima minoría blanca bajo una suerte de apartheid blando, sin la dureza boer pero real. De vuelta en casa, se transforma en un militante y pasa diez años en prisión. En 1974 se exilia en Mozambique, a libre, y toma el liderazgo del ZANU, la Unión Nacional Africana de Zimbabwe, organizando la “guerra del monte” contra el gobierno blanco de Ian Smith. Como Gran Bretaña quería entregar la colonia, la última que tenían en Africa, Smith había declarado la independencia con apoyo sudafricano.

Así se llega a 1980, a una paz mediada por Londres, una elección general en la que el ZANU arrasa y la independencia de verdad, de esas en que un funcionario británico de uniforme blanco arría su bandera e iza la nueva. Mugabe arranca con una sorpresa, declarando una pacificación general y nombrando blancos en posiciones claves. La economía prospera, Zimbabwe es el granero de Africa, un gran exportador de té y tabaco, un país donde hay médicos y maestros para todos.

Tan bien la hace Mugabe, que nadie le critica demasiado la masacre de Matabele, donde mueren más de diez mil civiles en una guerra contra disidentes. Crucialmente, los muertos son de la etnia minoritaria ndebele, la base de una corriente interna del ZANU, y los asesinos son la famosa Quinta Brigada, compuesta por shonas y entrenada por asesores de Corea del Norte.

El momento crucial en la carrera de Mugabe es cuando empieza a quedar en claro que no debería gobernar para siempre, que alguna vez hay que votar a otro. Gradualmente, su gobierno se endurece, se pone más violento y represivo. La liberación de Nelson Mandela opaca la estatura de Mugabe, que con el tiempo pasa a ser más conocido por sus viajes de compras a Europa en el avión presidencial, por los puntos porcentuales del PBI que desaparecían en cuentas privadas -llegó a desaparecer el 80 por ciento del presupuesto nacional- y por la afición de su joven esposa por comprar más zapatos que Imelda Marcos.

Como para demostrar que todo es negociable menos dejar el poder, Mugabe arruinó la economía de su país. El truco fue vender la movida como algo progresista, azuzando la ocupación de las granjas de blancos. Por cada hectárea de tierra ocupada por un campesino, cien fueron ocupadas por generales y funcionarios bien conectados. Esta supuesta reforma agraria fue anárquica y tramposa, con lo que colapsó el sector más competitivo, el único que generaba divisas. Pero Mugabe siguió en el poder.

Sacarlo fue una tragedia y una farsa violenta, una de marchas masivas, balazos, torturas y secuestros, en medio de una hiperinflación como nunca se vio y un exilio económico masivo. Finalmente, Mugabe se fue a casa en 2017 por un golpe de palacio, impune y con su fortuna intacta, en un país destruido. Murió en Singapur, donde le gustaba ir de compras porque no había tratados de extradición.

Por los homenajes y críticas que ya está recibiendo, su lugar en la historia va a oscilar entre un San Martín, padre de la patria, héroe de la guerra de independencia, y un Trujillo decadente y feroz. Al salir de escena, su pobre país tiene una nueva oportunidad de reconstruirse y de construir una identidad donde quepan shonas y ndebeles, y hasta los blancos que pese a todo siguen amando su tierra.