El verde lujurioso de la selva acecha, listo para abalanzarse sobre cualquier borde que lo limite, hace guiños desde la espesura, avanza con una ramita insolente, con una raíz engañosa, con el exhibicionismo indecoroso de una mariposa ante un sapo enamorado; una culebra sortea calladamente un charco y el guacamayo suspira. Así ve la selva el habitante forastero, el que llegó extranjero y la vive con ojos de lucro o de voyerismo turístico. Muy otra es la mirada del poblador originario, al que, como no conoce las letras de la escritura, nunca se le ha ocurrido escriturar. Esa alma imberbe que comulga con el árbol, con el barro y con el agua en su andar cotidiano no sabe que esas tierras que pisa hace mil años no son suyas ni que las habrá perdido antes de enterarse de qué cosa es un dueño.

Varios años atrás, cuando escribía temas amazónicos para la revista Hecho en Buenos Aires, oí por primera vez hablar en singular sobre uno de ellos, el Hombre del Agujero, y me pregunté qué novedades incomprensibles asombrarían lo profundo de sus pensamientos.

Era el último eslabón de no se sabe quiénes y sería un regalo para la humanidad que haya sobrevivido hasta hoy. No conocemos su identidad, ni su nombre, ni la nación a la que haya pertenecido, dicho así en un subjuntivo oblicuo de desconcierto y despertenencia, porque ya no tenía una comunidad a la que pertenecer. Él era su solo pueblo y solo era de la selva.

La antropóloga Fiona Watson, investigadora de una organización internacional de apoyo a los pueblos indígenas de todo el mundo, nos concedió en ese entonces una entrevista telefónica para dar fe de lo que vio y oyó respecto de él.

En principio, Watson había viajado a Rondonia --el estado de la Amazonia brasileña cuyo nombre hace honor al General Cándido Rondón, un militar que puso, entre los primeros, sus ojos y su interés en salvaguardar las vidas y los derechos de los indígenas-- para conocer a los Akuntsu.

Los Akuntsu eran, en ese momento, una etnia de cinco sobrevivientes que habían sido contactados hacía poco tiempo. Con movimientos de sus manos, gestos y llantos, gritos y sonrisas de devaluada esperanza le explicaron de hombres blancos armados y balaceras terminales, de los mercenarios que, a lo largo de la historia amazónica, han masacrado hombres, mujeres y niños de las tribus indígenas para hacer de la selva un cementerio productivo. Un video de Tribal Channel los muestra todavía en la web, danzando con simpleza natural entre sonrisas ingenuas. Tendrían dioses y creencias, harían el amor de una manera, recibirían a los recién nacidos y despedirían a sus muertos según reglas que nadie, fuera de la selva, podría hoy entender porque eran los últimos depositarios de una lengua y un pasado que llegaba a su fin. Para nuestro mundo de este lado de la nueva sabana en que se va convirtiendo la selva amazónica, no serán ni siquiera una incógnita.

Fue mientras viajaba por el calor evanescente rumbo a los Akuntsu que le hablaron de la existencia de un indígena solitario que no aceptaba entrar en contacto y que había sido atacado por intrusos desconocidos... en el momento apropiado. Es dable presumir que el Hombre del Agujero también era un sobreviviente de las masacres perpetradas cuando comenzaron los desmontes para las obras de infraestructura que dieron acceso a la selva de Rondonia y que transformarían el bosque lluvioso de la Amazonia en amplias praderas para la cría de ganado y el cultivo de la soja. Los árboles cayeron, el sotobosque ardió, los sapos y las mariposas, las culebras, los pájaros y los tapires recularon hacia las sombras que todavía podían protegerlos y las almas humanas que intentaron o que ni siquiera tuvieron oportunidad de defender la selva que habían cuidado por milenios fueron barridas a los tiros.

El Hombre del Agujero --por fin llegamos al punto-- vivía en Tanarú, unos 40 kilómetros al noroeste de los Akuntsu, en una Zona de Restricción de Uso de unas 8000 hectáreas a las que no estaba permitido entrar sin autorización de la FUNAI, Fundación Nacional del Indígena. Cada dos o tres años esa Restricción de Uso debía ser renovada y así lo cumplió la FUNAI en la fecha correspondiente, muy a pesar de los cinco hacendados que rodeaban esa pequeña porción de selva y que querían que nuestro hombre desapareciera para echar su zarpa sobre la reserva. Apenas se firmó la renovación, el Hombre del Agujero fue atacado y su ranchito, violentado.

El hombre vivía solitario en la selva de Rondonia, cavaba pozos de varios metros de profundidad para esconderse cuando los intrusos hacían peligrar su vida o colocaba en ellos palos puntiagudos para cazar animales. La FUNAI suponía que vivía solo aunque es difícil hacer afirmaciones absolutas, explicaba Watson. Cultivaba mandioca en su huerta, frutos y vegetales y en su casita de madera y paja guardaba agua, cáscaras de frutos para hacer fuego y resinas de la corteza de los árboles. Se levantaría, seguramente, con el sol y carpiría su huerta, pelaría sus mandiocas y las cocinaría, pescaría según su tradición artesanal, juntaría agua en el río y recogería las ramas gruesas que encontrara en el camino. Por la tarde se sentaría a la orilla del claro donde construyó su refugio para tallar pacientemente sus instrumentos de labranza, sus cerbatanas, sus lanzas y sus flechas y tensaría las ramas más flexibles y resistentes para fabricar el arco con el que, siempre alerta, acompañaría su andar descalzo. Al atardecer se asomaría a las lindes de su querencia para espiar ese mundo prolijo de sojas y animales cornados que lo acechaba.

Nadie lo nombraba y tal vez él tampoco se nombraría a sí mismo. Me pregunto qué habrá visto en el momento de su vida en que los suyos desaparecieron, con qué pavor se habrá escondido, entre qué espasmos y tembladeras habrá escapado de la masacre o qué agonías inevitables habrá acompañado, abrumado por la impotencia o, muy al contrario, por la conciencia sabia de lo inexorable.

La primera imagen que vi del Hombre del Agujero la tomó el cineasta Vincent Carelli mientras filmaba Corumbiara, un documental sobre el holocausto de la Amazonia. En un intento de contactarlo, se intuye entre el follaje la sombra de su rostro. La cámara de Carelli se acerca velozmente para mostrar la cara morena que apenas se deja ver por un hueco entre las hojas, sin sobrepasar el límite del follaje. Tras su expresión tal vez de miedo o de ansiedad curiosa, empuja su lanza que va avanzando desde el hueco hacia nosotros que miramos; la gira hacia un lado y hacia otro con despaciosidad amenazante, después retrocede a la oscuridad de la selva y desaparece. Está claro que no quiere lolas con este lado de la linde y la FUNAI habrá respetado su derecho al no contacto según la política iniciada por el sertanista Sydney Possuelo, que fue director del Departamento de Indígenas Aislados de la FUNAI hasta que la devoción por su labor chocó con decisiones gubernamentales que consideró iban en detrimento del futuro de las comunidades nativas.

Queda girando en el aire esa arma ingenua que amenaza, ultimátum de la gente de la selva que defiende su vida y su hábitat. Hace diez años la veía frente a mí como una mano expectante. Hoy la siento como un grito que ensordece, ardiendo en la quemazón.

 

Elina Malamud es escritora y periodista.