Como le sucede al protagonista del cuento, cuando era chico iba con frecuencia a San Miguel de Tucumán, pasaba los veranos en las casas de los hermanos de mi padre, que era tucumano pero que migró muy joven a Buenos Aires. Hace unos pocos años, Diego Puig me invitó a dar un taller en Tucumán, y volví, después de una ausencia de treinta y cinco años. Se me creó una nueva ciudad, muy diferente hasta en el paisaje, que contradecía incluso las imágenes que había registrado desde los autos de mis parientes: por ejemplo, ya no estaban algunas estatuas que había puesto Bussi, como los grandes soldados de cemento amenazando con una ametralladora al tránsito en medio de una de las avenidas principales, ni los tanques de agua pintados obligatoriamente en celeste y blanco en las villas. Encontré una ciudad hermosa, vital, en muchos aspectos radicalmente diferente de la imagen que se me formó en los años de ausencia, alimentadas sobre todo por las historias familiares y por los relatos de los medios de comunicación. Me surgió la necesidad de escribir a partir del diálogo entre mis recuerdos e ideas previas y el mundo con el que me encontré. Este relato es parte de ese diálogo.