M.P.

Soy una mujer trans, vivo como tal desde hace ya 22 años y trabajo como profesora en el Bachillerato Popular Mocha Celis. Desde que era chiquita sentí que mi género era diferente al que me habían asignado. Tanto, que las maestras del jardín se dieron cuenta y llamaron a mis padres para que me llevaran a una psicóloga y un psiquiatra para averiguar qué pasaba conmigo. Yo le conté enseguida a mi mamá y ella fue la que me protegió, sin su apoyo no hubiera sido lo que hoy soy.

Cuando tenía 11 años empecé a usar ropa de mujer tanto en mi casa como en la calle. En la calle fue justamente donde conocí los primeros gestos de la discriminación que hay en la sociedad hacia las personas trans/travestis, pero gracias a la ayuda de mi mamá no sólo terminé la secundaria sino también me recibí de Profesora de Inglés e hice cursos de informática. Quería tener algún oficio que me permitiera un trabajo porque yo sabía que al ser una persona trans no me iba a resultar fácil conseguirlo. No quería que me pasara lo que les pasa a mis compañeras, que, en su mayoría ejercen la prostitución. Así y todo, con título y con un oficio que es valorado, sólo conseguí trabajar en una panadería hasta que una firma española me contrata como telemarketer. Fue duro este trabajo. Mis compañeros hacían apuestas entre ellos sobre cuál era mi identidad y mi empleador, incluso, dudaba en darme el trabajo porque pensaba que al ser una mujer trans, seguro estaba en prostitución y podía seducir a mis compañeros de oficina y crear problemas. Siempre sentí que tenía que demostrar más nadie lo que sabía, que para mí el trabajo de convencer a los jefes sobre mi capacidad era doble.

Cuando me fui de esa empresa española, estuve más de un año llevando mi CV a todos lados, incluso llegué muchas veces a la instancia de la entrevista, pero después no me daban el empleo, siempre supe que fue por mi identidad porque todo iba bien hasta que aparecía mi CUIL y el número era el de un varón. Al final me dieron un trabajo en una empresa automotriz, pero también me fui. Aguanté, igual, cuatro años. Desde entonces trabajo en la Mocha Celis, como profe de inglés y preceptora. Trabajo que me encanta.

Yo empecé mi feminización consumiendo hormonas que yo misma me compraba, sin recetas médicas ni control. Todavía no estaba la Ley de Identidad de Género y tuve que dejar de tomar porque no podía pagarlas. Cuando se sancionó la ley volví con el tratamiento y decidí que era el momento para sacar hacia afuera lo que sentía adentro. Me operé la nariz y me puse prótesis en las mamas en el hospital Eva Perón. Los médicos de ahí son espectaculares, te acompañan todo el tiempo y nunca me dijeron que lo mío era una cuestión estética, como hizo después mi obra social.

Hace dos años le pedí a mi obra social que me pagara la feminización de la cara. Yo sabía que la ley lo autorizaba así que primero supuse que era solo un trámite administrativo, pero no pasó así. Me denegaron el pedido, dijeron que yo usaba la ley de identidad y mi identidad para una cuestión estética, pero yo no quería operarme para el afuera, digamos, sino para mí misma.

Cuando me dijeron que no, vino mi desolación. Los directores de la Mocha me mandaron al Programa de Género y Diversidad Sexual del Ministerio Público de la Defensa de la Ciudad. Me dijeron que ahí podían darme una mano, que ahí habían resuelto muchos casos de compañeras travestis, pero era por otros problemas diferentes al mío.

Yo conocía a alguna gente de ese lugar, conocía el libro La Revolución de las Mariposas que había hecho junto la Mocha y lo usamos en las clases y muchas estudiantes participaron haciendo las encuestas. Fui, pero, la verdad, no estaba muy convencida de que iban a poder hacer algo. Fue muy bueno ir. De entrada, me dijeron que yo tenía derecho y que iban a pelear para conseguir que la obra social me pagara la feminización de la cara y cumpliera con la ley. Quiero decir esto porque no sé si sola hubiera podido conseguirlo y porque si todos los organismos públicos funcionaran de la misma manera con nosotras, habría menos sufrimiento innecesario. Me acuerdo que un muchacho que me atendió me dijo “¿qué quieren, que vuelvan a inyectarse siliconas en la clandestinidad y que se mueran por la infección?” Yo soy más joven, ahora no pasa tanto, pero sé que hubo muchas travestis que se inyectaban entre ellas, en los hoteles, y después terminaban muertas por las infecciones que se agarraban.

En el programa me contactaron con una Defensoría y ahí los abogados dieron la pelea, como abogados, quiero decir. Nunca dudaron de mí, de que yo estuviera usando mi identidad o la ley por algo estético.

Espero que esto que yo logré sirva para que otras compañeras puedan hacer lo mismo sin tener que someterse al maltrato que significa escuchar que somos unas aprovechadoras y que no tenemos el derecho que en realidad tenemos. Porque la ley no dice qué tipo de tratamientos son los que debe cubrir una obra social o una prepaga. Nombra algunas intervenciones, pero aclara que pueden ser otras más. Todas en post de mejorar nuestra calidad de vida.