Tato, Tato Pavlovsky, Eduardo Tato, Eduardo Alejo Pavlovsky: el grandote... devenires de una persona entrañable, seres apegados a la potencia y el afecto ingobernable. Partida física proyectada en otros tantos para resignificar estrategias de partidas, como Poroto, como Porota, mi gata, que hoy también pasó al otro lado, como recordándome tu partida… Como tus personajes intentando evadir siempre la toxicidad de las relaciones, traspasando los dinteles de las puertas sin ser sospechados, fugas de actos heroicos, de libertad.

Cuatro años hace que nos despedimos para seguir hablando invisiblemente entre otros. Cuatro años es bastante, aunque se sientan cerca. Al despedirte en octubre de 2015, proyectaba en una nota publicada en Página/12 que se venían años durísimos, ya que el neoliberalismo llegaba al poder de la mano del imperialismo, palabras trilladas pero bien concretas. Imaginaba en aquel momento tu indignación representada en muchos compañeros cercanos, indignación que fue creciendo durante estos cuatro años de miseria y decrepitud nacional: gran pobreza institucional, gran pobreza en las calles, gran pobreza en los niños, pobreza infinita de un mercado que ya no sabe cómo seguir agonizando.

Tato, hoy ya casi estamos votando nuevamente y creo o quiero creer que este calvario se termina, es importante proyectarnos dentro de las estrategias políticas para lograr un mundo mejor. Aprendí de vos la inclusión desde cualquier profesión en lo político, aprender a incluirse en nuestro social histórico y no dejar que otros decidan por nosotros. Resulta curioso ver cómo la mayoría de gente inteligente es supervisada, controlada y dirigida por un grupo de idiotas. Lo curioso es que el grupo de los talentosos empobrezcan sus ideas para que los idiotas las entiendan y los premien con cargos cada vez más prestigiosos. La idiotización de la comarca debe llegar a su fin el 27 de octubre.

Pavlovsky, dentro de este conmemorativo día me alegra sentirte cerca, tus textos son trampolines de pasión. Con Susy, tu compañera inseparable, difundimos lecturas de tus textos inconclusos En fin, estuvimos en el Payró, teatro muy querido por vos y con muchísima historia, los Kogan están al frente de esta nueva etapa. En el Centro Cultural el Deseo -otro lugar que quisimos mucho, donde ensayamos en otros tiempos Asuntos pendientes- este domingo estrenamos una de tus primeras obras de teatro, Circus Loquio. Se estrenó el documental sobre tu teatro Resistir Cholo, de Miguel Mirra. Pronto se editan más textos tuyos; en España y Alemania hay grupos que siguen eligiendo tus textos para nombrar lo que les inquieta y entusiasma.

En un fragmento del libro Resistir Cholo titulado "Nueva cultura", arriesgabas un diagnóstico sobre el social histórico: "Si queremos construir una sociedad en el futuro donde la dignidad humana se precie como valor fundamental, debemos preguntarnos y cuestionarnos qué gran fábrica de fascismos cotidianos estamos construyendo diariamente, qué textura social permite que interioricemos como obvias las grandes desigualdades sociales. Latinoamérica está viviendo una revolución cultural, modificar la cabeza de la gente que toma como natural y obvia la exclusión y la indigencia. Una nueva cultura se está gestando. Pero insisto: es una revolución cultural”, decías.

¡Grandote! Hablemos mientras haya palabras... Tus palabras son un bálsamo para nuestros oídos y por eso aquí transcribo Extraña jornada, texto inicial de la última obra Asuntos pendientes , que batallamos juntos con Susy Evans, Elvira Onetto, Paula Marrón y vos, allá por 2015. El texto intenta despabilar las miradas dormidas del actual y monstruoso día a día.

Un texto de Tato bien presente

Cuando me desperté el reloj marcaba las ocho en punto. Le hablé a Susy enunciando alguna de mis nuevas ideas matutinas y noté la ausencia de su cuerpo en la cama. Entré en pánico. Me vestí y salí corriendo a lo de Rulo para desayunar. Me extrañaba haberme dormido y que Susy no me despertara. Cuando enfilé por Sucre hacia Astilleros escuché un raro sonido que parecía provenir de la calle Pampa. Vi mucha gente. Algo así como una gran manifestación de adolescentes caminando hacia un espectáculo de rock. A medida que me acercaba la imagen se hacia más Kafkiana. Eran filas de niños que caminaban en silencio. En realidad tuve la impresión de que el silencio era total. No había casi adultos, o por lo menos no había gente de estatura normal. Esa inmensa caravana en silencio estaba integrada por niños que no superaban los 80 centímetros de altura. Imposible evaluar la edad, y cuando creí divisar algún adulto no sobrepasaba nunca el metro de altura. El caminar de los chicos producía un extraño sonido musical. El arrastrar unísono de los pies de los niños sobre la calle producía una melodía. Una extraña melodía. Lo que más me llamaba la atención era la extraordinaria disciplina de los niños. Marchaban en fila de tres. Un metro de distancia entre las filas. La larga caravana era extensísima. De dónde vendrán, me preguntaba. Cuando comencé a mirar a los niños creí que estaba alucinando. Todos tenían un color cetrino y una remera con un número y una letra que los identificaba.

La cara de uno de ellos no tenía ojos. Venía tomado de la mano de otros dos niños que lo acompañaban. Los globos oculares, o lo que quedaba de los globos oculares, estaban llenos de gusanos que salían de sus orbitas. Observé con detenimiento y horror que uno de los niños que lo sostenía de la mano, tomaba de sus órbitas alguno de los gusanos y los engullía. Comía los gusanos que salían de los ojos del niño ciego. Tuve una arcada y después un vómito. El ruido de mi vómito parecía desentonar dentro de ese inmenso silencio. Me repuse y seguí observando ahora de más lejos, mientras atravesábamos Figueroa Alcorta hacia la costanera. Había una fila de niños con inmensas cabezas hidrocefálicas. Sobre la piel de sus caras brotaban lombrices que los niños trataban de tragar cuando se acercaban a sus bocas. No reconocía a nadie. Quise gritar pero no podía. 

Tenía una mezcla de asco, repugnancia y pánico, pero para hablar francamente no me producían piedad. Y eso me mortificaba. De algunos brazos y piernas de los niños salían pústulas que arrastraban sangre y pus. El espectáculo era dantesco. Comprendí que la ausencia de queja de esta inmensa muchedumbre infantil parecía producir mi falta de piedad. Al cruzar por Figueroa Alcorta comenzaron a sonar bocinazos porque la larga marcha de los niños alteraba el tránsito. Empecé a sentir odio hacia ellos pero no podía dejar de acompañarlos. Quería saber dónde iban. Cuál era el destino de la gran marcha. Uno de los niños salió de la fila y comenzó a comer excremento de perros, tan abundante en esa zona. Lo que más me asombraba era el espíritu comunitario que reinaba entre ellos. El que tenía los excrementos los repartía equitativamente dentro del grupo. Todos comían al unísono. Había hambre. Recordé haber leído que la Fundación Argentina contra la Anemia decía que el 50 % de los niños en la provincia de Buenos Aires es anémico. Pensé si los excrementos de perro tendrían tal vez hierro suficiente para balancear la dieta. La naturaleza es sabia. Problema de sobrevivencia.

¿Pero todos estos niños existían siempre? ¿Desde cuándo esto es así? ¿Lo sabíamos? Eran preguntas tontas. Esta situación es límite. Horrorosamente límite. ¿Pero cómo habíamos llegado a esto? Poco a poco pensé, porque cuando el horror se construye día a día se vuelve obvio y cotidiano. Los niños deformes se vuelven cotidianos. Caminé unas ocho cuadras sin mirarlos. Al llegar a la costanera observé que existía un grupo de gente que los organizaba. Eran todos de estatura normal. Me extrañó nuevamente la docilidad de los niños para reagruparse. Sobre la costanera había cuatro grandes letreros que parecían orientar el destino último de los niños. Cada letrero tendría una longitud de cinco metros por cuatro de ancho. Cada letrero ordenaba de acuerdo a la patología. Las remeras de los niños también los identificaba en sus respectivos grupos.

Anémicos – Hidrosefálico – Raquitismo y HIV, decían los grandes carteles. Cada grupo de niños se reagrupaba en su fila correspondiente. Parecían contentos de haber llegado al destino. Estaban extenuados. Unas largas mangueras de las que salían chorros de agua tibia intentaban limpiarlos de todas las secreciones, excrementos y pustulaciones. Observe que después de bañarlos, un sector de damas los alimentaba con un abundante plato de lentejas. A los anémicos les ofrecían una doble ración. Luego de la comida los niños se volvían a agrupar y prolijamente y en silencio se arrojaban ordenadamente a las aguas del río. Ningún niño se negaba a hacerlo. Todos parecían comprender el destino final. Me atrevería a decir que de alguno de ellos vi asomar una beatifica sonrisa. 

Me quedé toda la mañana. Había visto arrojarse cinco mil niños con absoluta disciplina. Lo que me asombraba era la obviedad. Algún grito destemplado: “¡Piqueteros hijos de puta! ¡Tirense todos, no jodan más!”, no parecía tener eco en la multitud. Cada tanto aplaudíamos alguna pirueta que algún niño realizaba al arrojarse al agua. A eso de las once se interrumpió la ceremonia para cantar el himno. Fue emocionante. Los niños también cantaban sin dejar de arrojarse al agua. Me pareció divisar al Sr. Blumberg y a Longobardi unos metros atrás haciéndole una nota. El Sr. Blumberg estaba lleno de carpetas y Longobardi le preguntaba sobre su nueva marcha y Blumberg le contestaba que ya tenía 8 millones de firmas. Después no pude entender más. Porque me pareció que mis oídos comenzaban a zumbar y tuve miedo de desmayarme. Mientras caminaba de vuelta por Sucre pensé en Pastoriza, en los rojos, y comencé a sollozar. La vida continúa y el campeonato comenzaba. Todo sigue su curso, decía uno de los personajes de Esperando a Godot. Y yo comencé a olvidar. Había que seguir viviendo. Antes de llegar a casa pensé en dos palabras: complicidad civil. Pero no entendía el sentido ni su relación con la extraña jornada. Cosas de la vida, pensé, y abrí la puerta de mi bella mansión.

* Actor