Cuando uno tiene una banda, hay una batería, y la batería va al fondo. En King Crimson modelo 2019 no hay una ni dos: hay tres baterías. Y las tres están alineadas delante, al borde del escenario, en “modo pared”. Este monstruoso can Cerbero, de tres cabezas, es quien tiene a su cargo vigilar el paso al reino del inframundo de Hades-Fripp, reservado sólo para dioses y semidioses; nadie del barrio, se sabe, puede entrar allí. Pero eso se verá más adelante.

A lo largo de medio siglo, el Club Exclusivo para Varones de Robert Fripp ha visto pasar una veintena de cantantes, instrumentistas y letristas; algunos han fallecido (Greg Lake, Ian Wallace, Boz Burrell, John Wetton); varios siguen luminosas carreras por su cuenta (por caso, Adrian Belew); el irreemplazable Bill Bruford tuvo el descaro de retirarse de los escenarios, y hasta hubo quien terminó dedicándose a la pintura con buena suerte (Jamie Muir, el percusionista de Lark’s Tongues). Esta noche, en escena, hay dos que siguen conservando –por suerte y por ahora- las llaves de sus habitaciones en la Casa Fripp (el inmenso Tony Levin, desde 1981; el impecable Pat Mastelotto, desde 1994); está quien regresó de inolvidables inframundos históricos (Mel Collins, 1970-73) y completan la grilla quienes tocaron el timbre hace “relativamente poco” (Jakko, Stacey, Harrison; 2013) y aprobaron la membresía para esta nueva, octava, encarnación de King Crimson. O “Krim”, como le dicen en familia.

Resulta innecesario abundar en la estupenda maestría y el formidable desempeño instrumental de cada uno de estos músicos. King Crimson es el epítome de la exigencia brutal, del desafío imposible, de la excelencia incontestable. Cada tema dispara la carcajada incrédula y nerviosa,  el sacudón en el diafragma, el agarrarse la cabeza y apretarla a full con ambas manos hasta fabricar un sandwich de sesos. Aun a pesar de un sonido algo problemático que debió ser ajustado más de una vez -la voz del arranque, el taladro del saxo, cierto barullo general-, a los Magníficos les encanta corroborar, minuto a minuto, 5/4, 11/8 o 71/129, que son capaces de dejar sin aire a Aquaman. Altar aparte para Mel Collins en su bendito regreso a la Casa Fripp: si bien la mayor parte del repertorio elegido necesitaba a las claras de flautas, saxos y todo viento adicional, su trabajo fue absolutamente brillante.

Para esta gira celebratoria, Robert Fripp decidió centrarse en sus primeros siete álbumes (1969-1974), con brevísimas paradas en Discipline (1981) y Beat (1982); hubo sólo dos composiciones “recientes”, pero aun así más o menos viejas a esta altura (“Suitable Grounds for the Blues” y “Radical Action II”). Krim ya no graba en estudio desde hace eones, aunque el año pasado se rumoreó que hay un paquete de estas cositas sueltas que, quizá, valdría la pena sentarse a trabajar.

Hace 24 años, por única vez, la Argentina vio a la banda en su versión “doble trío” y con Belew al frente: sin tener en cuenta este dato histórico, hoy resultaría imposible cualquier balance honesto. Jakko Jakszyk es el que canta ahora; carga con un aire a Jon Anderson pero con el pelo de Pedro Brieger. Está casado con la hija de Michael Giles (uno de los padres fundadores de Krim) y había trabajado durante un lustro con su suegro y otros exmiembros del primer Crimson en el proyecto paralelo/rescatista 21st Century Schizoid Band por lo que, cuando Fripp lo reclutó hace seis años, Jakko por suerte ya se sabía de memoria todos los temas viejos.

Es un guitarrista capaz y un muy buen vocalista de manual: le cupieron como dedal al dedo las canciones de Greg Lake (“Epitaph”, “Moonchild”, “The Court” y el grand finale con “Schizoid”); les sacó un poquito –bastante- el alma a Haskell en “Cirkus” y a Burrell en “Islands” (dicho sea de paso: la reestructuración del final de esta última no resultó nada dichosa); recuperó un poquito de la gloria de Wetton en “Easy Money” y “Starless”; y terminó derrapando mal cuando tuvo que vérselas con el fantasma de Belew –que sigue con excelente salud, fuera del inframundo- y una extraña “Indiscipline” que jamás había resultado tan disciplinada y mediopelo. No culpen a Jakko, que tiene menos onda que un azulejo; por ahí es culpa de Hades.

Robert Fripp construyó King Crimson para explorar, desde los vivos y desde muy arriba, aquel (su propio) inframundo sin estrellas y con biblias negras, con circos y con islas, con epitafios, lagartijas y neurosis, con disciplinas e indisciplinas. No por nada en 1970 hizo despertar a Poseidón… hermano ¡de Hades! Pero, lo haya querido o no, terminó convirtiendo su sótano en universo. Por eso pudo entrar ahí el público anoche, cuando el monótono escenario del inframundo, siempre iluminado de azul durante dos horas y media, se puso rojo de golpe para la indeleble e infinita “Starless” y a más de un par se les terminó piantando un lagrimón. A Cerbero no le gustó esto; después de tres horas de concierto y con la monada filtrada y terminado el bis con “Schizoid”, a Gavin Harrison se le dio por… ¡otro solo de cinco minutos! Entendido. Gracias, muchas gracias.

Cincuenta años, al final, no es ni poco ni mucho. Para Fripp es una línea de espacio-tiempo propia, disruptiva siempre y siempre eficaz. Sin embargo, quizás, algo se haya perdido en el camino. Hubo un tiempo en el que un show de Crimson, además de una freidora de azoteas, era también algo muy, muy divertido. Y estimulante. Y conmovedor. Bueno, todo debe de ser visto cuadro por cuadro: “Frame by Frame”, claro. Pero quién podría reflexionar algo así.

Larga vida a la crème de la crème, la Krim de la Krim.


8 KING CRIMSON

Robert Fripp (guitarra, teclados, mellotron); Pat Mastelotto, Gavin Harrison (baterías), Jeremy Stacey (batería y teclados); Tony Levin (bajos, stick, coros); Mel Collins (vientos); Jakko Jakszyk (voz y guitarra).

Estadio Luna Park, Buenos Aires, martes 8 y miércoles 9.

Duración: 170 minutos (incluidos 20 de intervalo).

Banda invitada: The Coghlan Quintet.

Público : 5.200 personas.