Sergio Olguín publicó su primer libro de cuentos, Las griegas, en 1999. Una edición autogestionada por la mítica Revista V de Vian, de no más de trescientos ejemplares. En total eran nueve cuentos escritos durante el menemismo y publicados al inicio del gobierno de la Alianza. Un arco histórico, narrativo y político que no fue ajeno a las protagonistas del libro: mujeres moldeadas por la industria de la moda, mujeres con revoluciones enterradas, mujeres invadidas por novios parásitos. En sí, mujeres que son eje, objeto de deseo y amenaza de frustración de hombres que aún no se habían cruzado con la palabra “deconstrucción”. Luego de publicar Las griegas, Olguín construyó su obra a base de novelas, sagas policiales, guiones, libros para chicos y artículos periodísticos todoterreno. Como a una novia o novio de la adolescencia, al género cuento parecía haberlo dejado atrás, en el pasado de su vida. Sin embargo, en diferentes revistas y antologías Olguín fue goteando historias breves que, de un modo no programático, fueron dándole forma a Los hombres son todos iguales, su último libro de cuentos publicado por Tusquets.

Si en Las griegas (reeditado en 2017 por la editorial Odelia) Olguín plantea un universo femenino inabarcable, que expone la ineptitud de los hombres para comprenderlo sin reduccionismo, en Los hombres son todos iguales, como si fuera su reverso involuntario, van a ir apareciendo esos hombres -mismos hábitos y formaciones, entiéndase- confrontados por una época que les cambió el mapa de la masculinidad adquirida. Vale aclarar que esos hombres no son todos iguales. En los cuentos hay hombres anacrónicos que necesitan aferrarse a un arma para sentir una virilidad y una seguridad perdida; los hay buenos, satisfechos y trágicos que solo desean una casa frente al mar; también aparecen periodistas mentirosos, hechos por la madera moldeada de Gepetto; o depresivos de puertas adentro, paralizados por el miedo al tiempo -libre, de ocio y existencial-, como le sucede a Emilio, un broker exitoso, en “Fin de semana”.

En la premiada novela Oscura monótona sangre, Julio Andrada, su protagonista, va a su empresa ubicada en los suburbios de Buenos Aires, por una avenida que atraviesa barrios humildes similares a aquellos donde el protagonista nació, creció y se curtió. La figura del hombre exitoso, que pudo salir de su territorio pero que regresa atraído por la curiosidad de lo que ya no es, por la oferta del mercado informal, por la autocelebración del meritócrata o por los personajes que viven afuera, diría Fogwill, es un ritornello en la obra de Olguín. Sucede a modo de bildungsroman en Lanús (2002), su primera novela, y vuelve en cuentos como “Ladrones de bicicleta”, donde Giménez -otro de los que logró huir- encuentra en el bar del Tanito, un amigo de la infancia, la experiencia y el objeto que ningún otro lugar del mundo, de su mundo adulto, le puede ofrecer. La infancia en los suburbios, en un barrio de casas bajas, con pactos y códigos sellados por la vivencia más que por las palabras, también es el universo que contiene a “El hijo de la adivina”, donde, como en un cuento de Richard Yates, el asedio y el hostigamiento en un aula escolar puede preparar una venganza fría, servida con manos calientes.

En Los hombres son todos iguales también hay protagonistas mujeres, con pañuelo verde colgando en el bolso (aunque no lo veamos), que le dicen “no” a una relación cómoda e infeliz, como en “Barcos hundidos”, o que se sorprenden y disfrutan y se quieren quedar a vivir el resto de sus vidas enlazadas al cuerpo de otra mujer, como en “La chica que miraba a cámara”.

A diferencia de los cuentos de Las griegas, las mujeres no se vuelven poderosas por reflejo de la admiración y el deseo de los hombres. Por el contrario, son ellas las que determinan su lugar en el mundo, en las relaciones familiares o en las de pareja; en otras palabras, las que cambian la perspectiva al interior de las historias, que el narrador o narradora va contando con pulso realista, en su mayoría en una tercera persona omnipresente que todo lo ve, lo presiente y, sobre el final de cada cuento, lo deja en un estado de dulce latencia.

Si en el libro predominan los hombres, tampoco podían faltar los padres. Las paternidades que circulan en Los hombres son todos iguales son bastante parecidas entre sí. Paternidades del siglo pasado, ensayadas y gestadas en los años ochenta, al regreso de la democracia. Padres que pensaban que lo mejor para sus hijos, para que se fortalezcan, era obligarlos a llevar “una vida de necesidades insatisfechas, trabajo infantil y golpes dolorosos ante cualquier error o acto de rebeldía”. Padres que pasaban más tiempo y le daban más afecto a sus autos que a sus hijos, como en “El reino del Siam”. O, como en el último cuento del libro, quizás uno de los mejores, donde Olguín con los procedimientos de la autoficción presenta a un padre testarudo, de gestos mínimos, con dificultades para dar un abrazo, pero con la ternura suficiente para traficar una declaración de amor mientras se celebra el punto justo del asado.

En Seis propuestas para el nuevo milenio, Italo Calvino dice que la ligereza es una de las cualidades del lenguaje, no en el sentido superficial, sino en la disposición de los elementos en el texto para comprender las razones -por lo general contradictorias- de los personajes. Ligereza y destreza, precisamente, son dos de las virtudes que desarrolló Olguín a lo largo de su obra. En Los hombres son todos iguales, siguiendo la lección de Calvino, también se le puede sumar la exactitud. En cada uno de los cuentos (incluso en “Pasko y Julietta”, un cover futurista porteño de Romeo y Julieta) Olguín construye escenarios familiares, reconocibles para el lector o lectora, tanto en la superficie material como en los conflictos internos que anudan a los personajes. Y es en ese escenario, en esas paredes tan parecidas y calles a las que pisamos al soltar el libro, donde se deslizan hombres y mujeres, entramados en sus historias tan misteriosas e imaginables como las nuestras.