El mensaje llega con la música habitual de los últimos días en cada audio de whatsapp que se cruza: el tañido de las cacerolas que no dejan de golpearse. “No, querida, acá no se rinde nadie, estamos en Plaza Italia y nos quedamos”, dice y sigue con la descripción de los planes a futuro: más cacerolazo a las 21, marcha el lunes, llamado a huelga, asambleas en todos los barrios, cabildos abiertos que desde el jueves pasado empezaron a organizarse en plazas, centros comunitarios, sindicatos, clubes. El fin del toque de queda anunciado por las Fuerzas Armadas ayer a la mañana no repone la normalidad que intenta transmitir el presidente Sebastián Piñera. Porque si algún miedo se siente en el aire contaminado de Santiago de Chile, es que esto pase y la transformación estructural que demanda la calle con esa imponente muestra de fuerza que se exhibió el viernes se domestique con un par de medidas.

“Estamos en un momento histórico en el que tenemos la esperanza de construir una vida digna”, dice el primer punto de acuerdo de la asamblea de Yungay, una de las comunas del sur de la región Metropolitana y con esa línea de texto retienen lo que se agita en cada cuerpo: una sensación de todo o nada, ahora o nunca; si el territorio trasandino ha despertado, ahora hay mantenerlo en esa vigilia iluminada de debates compartidos, imaginación política, descripción de lo que ya no se quiere más. Junto a la asamblea de adultos y adultas, hay otra, de niñes. Ahí también se discute y se ponen las manitos a la obra de adornar lienzos (banderas) con las consignas que se articularon en la última semana de estallido; entre ellas una: “Nosotres contaremos otra historia”. Y de eso se trata, de hacer un tajo en la historia y empezar a coser otra.

- - -

Un paisaje lunar se dejaba ver de a retazos iluminados por las luces del auto. Los neumáticos sufrían al rodar sobre ese territorio gris plagado de escombros de tamaños dispares, siempre mucho más grandes que un puño. Era la última noche de toque de queda en la rotonda de Plaza Italia, en el centro de Santiago, dos veces oscura sin faroles ni carteles luminosos. Los camiones del Ejército la custodiaban, retenes en las sombras que apuntan con linterna para exigir el salvoconducto que era necesario para circular. Imposible no sentir el miedo que de niña sentía frente a los operativos que como pinzas asfixiaban de pronto una porción de la ciudad de Buenos Aires en plena dictadura militar. Pero aquí los soldados fueron habilitados a pedir documentación por un presidente constitucional elegido en una votación a la que concurrió menos del 40 por ciento de la población. Ahora le exige la renuncia un movimiento que busca formas de organización por fuera de las establecidas por la norma. Es la norma lo que se quiere cambiar: “Asamblea Constituyente” es la demanda que insiste.

Avanzando por la avenida Vicuña Makena hacia la cordillera, la oscuridad se hace más espesa. El auto sigue la línea del metro que, pasados unos cinco kilómetros del centro, es aéreo. Es fácil ver los rastros del fuego que se encendió en los primeros días. Una semana después, en las estaciones arden velas en memoria de quienes murieron por la represión, esas velas se prendieron violando el toque de queda y así se mantienen en la noche iluminando las fotocopias con los rostros de quienes cayeron en la revuelta. Sobre la vereda de la vía rápida, intermitentemente, se ven grupos de vecines con chalecos amarillos fluorescentes. Los repartieron los mismos carabineros “para reconocernos de los vándalos”, dice Gonzalo, en la puerta de un condominio que reúne 112 viviendas. El es el líder del grupo que monta guardia en turnos de tres horas para evitar que “vengan a saquear”. ¿Pero ha habido saqueos a casas? “No, pero han saqueado un supermercado ahí cerca”, contesta pero enseguida aclara: “Estamos cuidándonos entre nosotros, es lo que tenemos que hacer. Pero también estamos con la movilización. En contra de los delincuentes que saquean pero a favor del pueblo. Es difícil porque no queremos destrozos pero a la vez si no se quemaban las estaciones no nos hubieran escuchado y seguiría todo igual. Es un contrasentido, pero es así. En esto nos metieron”. La reflexión de Gonzalo se va a repetir una y otra vez a lo largo del recorrido, el temor a “los vándalos” está separado de la necesidad de protestar y cambiarlo todo, que los carabineros les hayan entregado los chalecos no quiere decir que sean parte del apoyo al gobierno, de ninguna manera. No es posible estigmatizar a estas personas como fascistas –algo que se escuchó en varias de las asambleas que discuten a cielo abierto como transformar el estallido en organización– sólo porque el político ultraderechista José Antonio Kast prometió una marcha de chalecos amarillos como contra protesta neoliberal. Todos los grupos de vecines consultados –unos siete– se desmarcan de esa postura pero se plantan en su derecho a vigilar y blandir palos como autodefensa. Igual que los “chiquillos y chiquillas” que arman las barricadas para defenderse de la represión en el centro de Santiago y devuelven los gases que les tiran y hacen escombros para alejar a los “pacos”. “Cada uno tiene su función en la manifestación, algunos como yo estamos haciendo rondas de escritores, lecturas colectivas para expresarnos, otros nos protegen de la represión; está muy claro”, dice Cristian Chamorro, estudiante de antropología y poeta que caminó 40 cuadras antes de que lo levantáramos haciendo dedo, buscando llegar a Puente Alto, una estación completamente incendiada.

Si Piñera levantó el toque de queda no es porque la “normalidad” haya vuelto, es porque al abuso se respondió con autodefensa y eso, es evidente en la voluntad popular que se expresa todo los días, se vive como un derecho. El monopolio de la violencia podrá estar en manos del Estado, pero en Chile se le puso límite.

- - -

Una carrera universitaria como ingeniería sale 100 mil dólares. Un tratamiento de quimioterapia, 20 mil. Esas cifras están muy claras para Johana que está en la última de las 16 sesiones de quimio que tuvo que atravesar y que “así pelona como estoy” se fue a la Villa Frei, muy lejos de su casa, a leerle a niñes mientras sus madres y padres estaban en asamblea; y para Angelo, estudiante, endeudado, como si toda la población chilena, sea para estudiar, para comprar una casa –sólo el 5 por ciento de la población estaría habilitada ahora para hacerlo–, para pagar la cuenta de luz que ahora se prometió que se bajaría. Los dos se subieron al auto en la recorrida nocturna después de caminar kilómetros porque el toque de queda los sorprendió demasiado lejos de sus casas. Johana consiguió pagar sólo el 20 por ciento de su tratamiento y eso lo lee como una suerte inaudita, fruto de un complicado trámite de certificación de pobreza. Angelo también consiguió alguna rebaja en su deuda porque tiene a su abuelo y a su abuela a cargo. Pero los dos, también, saben y lo dicen, que la situación es de abuso. Igual que Ana, chaleco amarillo y un nunchaku bajo el brazo que no sabría usarlo si lo necesitara: “Es que te cotizan la jubilación como si fueras a vivir 110 años, ese es el número real, no es una aproximación. Ni siquiera te dejan disponer del 20 por ciento al momento de jubilarte, ni el 10 tampoco. Aportas a una gente que hace negocio con tu dinero, te jubilás a los 65 pero te lo dividen como si fueras a vivir 45 años más. Es un abuso”.

Si algo se vio en la última semana en Chile es un movimiento del deseo, no sólo contra el sistema, contra una constitución sancionada en dictadura y que entrega todo el capital público a manos privadas –ni del agua se puede disponer porque también está en manos de empresas privadas–, también contra formas de vida que despojan al cuerpo. Como nunca antes la violencia sexual tuvo estado público, se hizo visible e hizo visible también a la violencia sexual aplicada por el terrorismo de Estado. Y no es sólo en contra de la violencia, es a favor de ser quien se quiera ser, amar a quien se quiere amar. No es casualidad que los movimientos que se tienen como antecedentes inmediatos, además de las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011, sean las tomas universitarias contra el abuso sexual en 2018 y el paro feminista del 8M en 2019. Ahí se fue acumulando el valor del NO, del Basta Ya, la desnaturalización de lo que se soportaba como si no hubiera salida. Las salidas estallan en la cara del poder y si algo se saquea es el uso de la palabra pública por parte de las elites políticas y económicas. Ahora la palabra está puesta en la calle y se escribe en los cuerpos, dice No al abuso y dice, sobre todo, dignidad.