Una mayoría de argentinos enterró en las urnas el experimento neoliberal de Mauricio Macri. A corto plazo, el nuevo gobierno tendrá desafíos mayúsculos: renegociación de la deuda, implementación eficaz del programa “Argentina contra el hambre”, desacelerar la escalada de precios, mejora progresiva de los ingresos populares, apuntalar la reconstrucción del capital de trabajo de las pymes. En el mediano y largo plazo, la única (y muy difícil) estrategia posible es avanzar en un plan de desarrollo que aleje la restricción externa. Para eso, el rol del sistema científico-tecnológico será muy importante.

En el primer debate presidencial, Mauricio Macri aseguró que el presupuesto de ciencia y técnica había aumentado en los últimos años. Los directores del Conicet respondieron que “por el contrario, el presupuesto neto ejecutado para el sector se ha reducido significativamente”. La conflictiva relación con los científicos se remonta a los inicios de la gestión macrista.

En diciembre de 2016, la respuesta (semi)oficial a los reclamos presupuestarios fue un planificado ataque en las redes sociales. En "La batalla del Conicet en las redes sociales", Abel Baldomero Fernández señaló que “los que pretendían continuar con sus investigaciones eran, indiscriminadamente, “vagos K”, y sus proyectos eran ridículos o pretextos para robar al Estado. Los ataques estaban pensados para apelar a los prejuicios, no al razonamiento. Como aconsejan todos los manuales de publicidad”.

El blanco predilecto de las agresiones estuvo dirigido a las ciencias sociales. La crítica “fácil” fogoneada por los trolls desconoce la importancia práctica que tienen los aportes teóricos para el abordaje de problemáticas complejas.

La esencia de los fenómenos sociales no es observable a simple vista, requiere un esfuerzo analítico. Carlos Marx decía que “toda ciencia estaría de más, si la forma de manifestarse las cosas y la esencia de estas coincidieran exactamente”. El filósofo alemán agregaba que solo alcanzarían las cumbres luminosas del conocimiento “aquellos que no teman fatigarse escalando sus escarpados senderos”.

La ciencia permite derribar prejuicios y afinar el diseño de políticas públicas. El caso de la Asignación Universal por Hijo (AUH) es un ejemplo concreto. La implementación de ese derecho, en 2009, no estuvo exenta de polémicas.

Los sondeos de opinión revelaban que un tercio de la población se oponía a la medida. El rechazo se apoyaba en preconceptos difundidos en medios de comunicación y redes sociales. Por caso, la opinión de que las mujeres tenían muchos hijos para cobrar la AUH. Los datos duros desmienten ese prejuicio: alrededor del 80 por ciento de las beneficiarias tienen uno o dos hijos.

Otra idea instalada mediáticamente es que los “planeros” son todos vagos, a pesar de que la mayoría de los programas requería una contraprestación laboral. Pero aún cuando ese requisito se incumpliera, la realidad es muy diferente del prejuicio clasista que alimenta las protestas contra los “Planes Descansar”.

El sociólogo Diego Born refuta ese mito analizando los datos oficiales. En “Derribar el mito de los “planeros”. ¿De qué viven los pobres”, Born sostiene que “veamos si, efectivamente, los pobres son pobres porque no se esfuerzan y prefieren vivir de planes. La Encuesta Permanente de Hogares (EPH) del Indec deja en evidencia que, lejos de eso, la gran mayoría de los ingresos de los hogares pobres procede del mercado de trabajo. De hecho, la proporción de los ingresos provenientes del trabajo en los hogares pobres es similar a la de los hogares no pobres”.

En efecto, las transferencias dirigidas a la población vulnerable (becas, AUH, planes) apenas representa el 9,3 por ciento de los ingresos de los hogares pobres. Por otro lado, sólo el 0,5 por ciento de los pobres integra hogares en el que todo el ingreso proviene de planes, AUH, becas. En otras palabras, las transferencias monetarias estatales apenas complementan el ingreso hogareño. ¿Para que sirven las ciencias sociales?: entre otras cosas, para no repetir ciertas burradas.

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@diegorubinzal