Escribo esto desde mi lugar de director de una escuela privada, en un contexto en el que creo imperioso que hablemos sin vueltas, con sentido común y con sentido de lo común. Y también tomando riesgos, ¿o no es acaso que estamos expuestos por el hecho mismo de ser maestros, en un tiempo en que ninguna escuela puede decirse impermeable a las realidades que la circundan y acechan?, ¿o no es también que estamos sufriendo un año y pico de fuertes retrocesos en las políticas educativas?

Dice con razón el sentido común, que hay escuelas públicas y escuelas privadas. Es engañoso, en cambio, sostener que las escuelas privadas son escuelas públicas de gestión privada. Porque para ser públicas no alcanza con que –entre otras formalidades– otorguen títulos oficiales o se atengan al cumplimiento de una parte de los estatutos laborales de los docentes, o paguen salarios en base a pautas oficiales, o conmemoren algunas efemérides. Tampoco que promuevan campañas de caridad. No alcanza y volveré sobre esto.

Hay escuelas públicas y escuelas privadas. Y hay muchas escuelas privadas subsidiadas por el Estado, sin que tampoco esto las convierta en escuelas públicas. Bien por lo contrario: en ciertos casos es la pretendida condición de ser públicas lo que les brinda argumento para recibir aportes estatales.

En cambio, en las escuelas públicas late de por sí el sentido de lo común, aunque ese latido viene sufriendo arritmias e intentos de sofocamiento por acción y omisión del gobierno. Así y todo, insisto, late con persistencia lo público en cada familia, en cada docente, en cada estudiante que las elige y las defiende. Y también en las distintas formas de lo gremial, que –aunque cabe preguntarse si hacen o no equipo en cada escuela– es lo que porta una parte de ese sentido de lo común en la defensa de las condiciones de trabajo de los maestros.

En los colegios privados, aun en los estéticamente progres, en cambio, puede latir de por sí el sentido del privilegio y esto los puede sumar de hecho al afán privatizador oficial, tal como hoy se les señala desde el campo de la defensa de la educación pública.

Pero no todo está perdido; tenemos otro lugar posible: también las escuelas privadas podemos alcanzar lo público si proyectamos el trabajo con nuestros estudiantes para que sean capaces y deseosos de militar en lo común, con una perspectiva ética, no dogmática, de preocupación activa por un proyecto colectivo de sociedad que incluya, que reduzca las brechas entre ricos y pobres, y que genere posibilidades de progreso, justicia y dignidad para todos.

Claro que esto hoy –por sobre las elucubraciones que escribo– obliga a cada una de las escuelas privadas que decidan tomar esta perspectiva a manifestarse públicamente en defensa la la educación pública y en rechazo a todo intento privatizador en educación.

Quiero subrayar esto último. El Gobierno está operando en los hechos desde una lógica privatista, según la cual el Estado debería, por un lado, “aguantar” las escuelas públicas para los que no pueden ni pagar ni nada y, por otro, subsidiar la expansión del sector privado. Sepamos que ese despliegue privatista estatal puede encontrarnos a los privados en el lugar de la claque de un Estado que se corre de espacios y funciones de los que es responsable, a la espera de que esos espacios vacantes se conviertan en buenas oportunidades para los negocios o las doctrinas.

¿Cada cual atiende su juego?

* Director del Colegio de la Ciudad.