Imita la voz de las lindas como una manera de robarles el alma. Es esta una historia donde devenir otra, pensarse como doble o como un opuesto irreconciliable hace al drama de la protagonista como un suceso interno que la descompone en su monólogo fatigante. En esa partitura donde las variables de actuación son el territorio de una gestualidad dibujada como las imágenes que invoca, tan perceptibles en la rabia que hace sonar mientras habla.

Si la miran, si la fea se sube al escenario, el matadero de risas y abucheos masculinos ordena que las formas se restauren. Su lugar es el foso de la orquesta donde ella hará sonar la viola de su figurante elegida. Lo que muestran los focos de luz es el gran teatro de la mímica voluptuosa, del cuerpito que se agita en el zarandeo de ese instrumento desconocido, el causante de ese dejarse ir por la música para que una masturbación en coro funcione como una sinfónica de pajeros. Momento cumbre que quedará estampado en la felpa de las cortinas donde la caterva de machos se limpiará el resultado de esa música que la fea inventa escondida en una fosa, como borrada del mundo.

La dramaturgia de Mauricio Kartun opera como una espátula que le da contorno a una criatura anónima de las lejanas orquestas de señoritas. Si La suerte de la fea pudiera pensarse como la fortuna de los griegos, de algún modo esta ejecutante de viola que habita una pensión de mala muerte, logra cambiar su destino al asumir una voz que expone el ultraje femenino como una saña de la que tampoco se libran las hermosas. La actuación de Luciana Dulitzky entra en combate con ese relato detallado al que parece clavarle los dientes. No se trata aquí solo de destruir con su lengua de concertista a ese empresario tirado en el foso con el cuello doblado por la propia furia de la violista que lo obliga a ver su magnífica escena desde abajo, desde el hueco para la perrera que ella conoce tan bien. No es ese cachivache que huele la guita como si pudiera comérsela su principal antagonista. 

Ella entra, en la interpretación de Dulitzky en una presión virtuosa con cada una de las partes que hacen del texto una narración que se vuelve presente en la pericia del monólogo. Cuando ella habla, los hechos parecen ocurrir por el efecto de nombrarlos en una síntesis que trae los años veinte, sus bares de variedades para hombres y sus mujeres que parecen salidas del tango, siempre agónicas, ofreciendo sus cualidades para ser descartadas al poco tiempo. Hay en Dulitzky un trabajo tan preciso que parece que todo el cuerpo entrara en un compás rabioso que la ayuda a entender su tragedia y a revelarse contra un destino que la deja afuera de ese placer que la tiene como la verdadera creadora de la música del orgasmo destemplado donde marineros y comediantes del Apolo se retuercen por lo que ven y lo que escuchan. 

En ese escenario que parece una vidriera redondeada donde la fea habla y de ese modo irrumpe como protagonista y autora de una historia donde nunca fue deseada, se desata su verdadera conquista. El asco que provocan esos machos onanistas la llevan a una descripción desbordada donde el semen y la sangre que su bella figurante vomita para anticipar el fin son, como en la nouvel El frasquito de Luis Gusmán, una muestra de lo humano convertido en líquido, en una mancha que se limpia y donde el único ser que queda es ella, con su fealdad como escudo de guerra, portadora del disco y una vitrola como objetos del progreso. Ella sola, sin público, después de haber quemado los instrumentos y con una acción que la ubica en un lugar incierto porque cuando la fea deja de estar escondida su identidad se pone en cuestión y ella todavía no puede saber quien es. ~

La suerte de la fea, dirigida por Paula Ransenberg, se presenta los domingos a las 17 y a las 19 en Timbre 4.