Desde Macao

En las plazas, en los jardines de infantes y en las playas de toda la Argentina, los chicos tienen la fantasía de que si empezaran a cavar en la arena sin parar, tarde o temprano conseguirían asomarse cabeza abajo en algún lugar de la China. Los adultos se ríen de esa idea, porque saben que son cosas de pibes y hasta son capaces de romperles la ilusión con pruebas científicas que lo confirman. Sin embargo esa sensación de sentirse dado vuelta --en todos los sentidos posibles-- no es ajena a la experiencia de visitar al gigante asiático. Viajar desde Buenos Aires hasta Macao, donde hasta el 11 de diciembre se desarrolla por cuarto año consecutivo el International Film Festival & Awards Macao (Iffam), puede servir de ejemplo. Dicha travesía demanda más de 40 horas de un tránsito interminable que incluye dos aviones, una escala, dos trasbordos, un ferry y una colección de esperas sin fin en tres aeropuertos distintos. Es inevitable que tras una odisea semejante el viajero sienta que quedó patas para arriba y no sepa si hoy todavía es ayer, o si ya se convirtió en mañana.

Esta pequeña pero populosa ciudad costera ubicada en el extremo oriental del territorio chino fue, junto a la vecina isla de Hong Kong, el último enclave que el colonialismo europeo mantuvo en el continente asiático. Ambos territorios fueron devueltos a China por Portugal y el Reino Unido en 1999 y 1997, respectivamente, pero mantendrán un status político especial hasta completar su integración en 2049. Es por eso que en Macao es posible encontrar por todas partes rastros culturales de los casi 500 años de administración portuguesa, pero no hay registros visibles de la cultura revolucionaria. Como todo en este país, Macao es monumental, aunque en este caso en un sentido más prosaico que épico o poético. Es que con la llegada del siglo XXI, la ex colonia se convirtió en un paraíso del juego y las apuestas cuyo volumen de negocios supera al de la mismísima Las Vegas. La ciudad desborda de casinos gigantes abiertos las 24 horas, todo el año, y sus modernas construcciones cubiertas con millones de luces led le dan a Macao un aire de futuro distópico. Acá es donde vienen a perder su dinero los ricos (y no tan ricos) de todo Oriente. Lejos de rechazarlo, el cada vez más paradójico Estado chino parece beneficiarse del boom económico.

En medio de ese berenjenal político se desarrolla el Iffam, un festival de cine no demasiado grande si se lo mide por el volumen de su programación, pero muy rico si lo que se busca es tener un panorama certero de la actualidad de la producción cinematográfica en China y en el Lejano Oriente en general. El festival cuenta con dos secciones competitivas, una internacional y otra local, y en su breve historia ha mostrado una predilección por nuestro cine. Es que en las tres ediciones anteriores la Competencia Internacional fue ganada por películas argentinas: El invierno, de Emiliano Torres, en 2016; Temporada de caza, de Natalia Garagiola, doce meses más tarde; y Sangre Blanca, de Bárbara Sarasola-Day, el año pasado. En esta edición la representante es Los miembros de la familia, de Mateo Bendesky, una comedia negra sobre dos hermanos que viajan a un balneario bonaerense para arrojar al mar los restos de su madre. O al menos lo que les queda de ella: una mano ortopédica. Los miembros de la familia, que tuvo su estreno porteño en la Sala Leopoldo Lugones, aparece como una representante inmejorable para el cine argentino.

La programación incluye además los últimos trabajos de cineastas consagrados como Hou Hsiao-Hsien, Todd Haynes, Takashi Miike, Juli Delpy, Hirokasu Kore-Eda o Terrence Malick. Pero la experiencia de viajar hasta el Festival de Cine de Macao no sería completa si no se le prestara especial atención a la competencia de Nuevo Cine Chino, cuyo jurado es presidido por el director rumano Cristian Mungiu. Integrada por siete películas, esta competencia se propone revelar algunos de los caminos que recorre el cine chino contemporáneo, en busca de encontrar a los herederos de grandes cineastas aún activos como Jia Zhangke, Zhang Yimou o Wong Kar-Wai.

La primera película en exhibirse fue To Live To Sing  (Vivir para cantar), de Jhonny Ma, que retrata la odisea de una mujer que dirige una compañía de ópera china cuya continuidad corre peligro. La municipalidad ha decidido demoler el barrio en el que se levanta el modesto teatro donde se presentan habitualmente, siempre ante un auditorio integrado por los viejos del pueblo. El film pone en escena con delicadeza el conflicto entre la China tradicional, apegada a los ritos de una cultura milenaria, y la China moderna, esa superpotencia económica que va camino a convertirse en la nación más poderosa del planeta. En su labor como director, Ma demuestra una gran lucidez a la hora de representar en imágenes la brutalidad de ese choque, pero sin perder el humor y manejando con acierto a una red de personajes complejos y a veces contradictorios creados para la ocasión.

Aunque muy distinta en lo formal, Dwelling in the Fuchun Mountains, de Gu Xiaogang, tiene muchos puntos de contacto con el film anterior. Por un lado vuelve sobre el tema de las dos Chinas. Pero también trabaja sobre las tensiones al interior de un núcleo familiar, en cuya configuración habita la metáfora de la sociedad de su país, dividida entre una cultura por momentos atrapada en costumbres casi medievales y la modernidad avasallante. Xiaogang exhibe una destreza enorme en el manejo de los recursos formales, construyendo su película a partir de extensos planos secuencia de gran complejidad y enarbolando al travelling como principal herramienta narrativa. Con la cámara siempre en movimiento, este joven cineasta consigue ser exitoso en su doble ambición de poner en escena el paso del tiempo, pero también de capturarlo para siempre en un retrato vívido y vital.