El 19 de diciembre de 1999 se presentó, en la vieja librería Gandhi de la calle Corrientes, Restos pampeanos. En el borde del siglo Horacio González pensó una constelación de debates, nombres, textos y pormenores retóricos y existenciales sobre la cultura argentina del siglo XX. González entiende, desde el primer párrafo, que un país puede ser definido como una serie de textos. No porque estos lo inventen, sino porque lo mantienen vivo.

Escribió un libro para rodear el centro de una cuestión particular: qué relación hay entre una nación y la forma de escribir sobre ella, en ella y para ella. Como una nación no es otra cosa que olvidos y memorias que permiten la comunión laica de personas, se propuso encontrar y alentar las cenizas de las bibliotecas argentinas, no con vocación de filólogo encerrado, sino por estar convencido de que siempre hay algo más por decir de lo que siempre nos dice algo. Restos pampeanos es una estructura, un límite, para leerlo todo de nuevo. A la conversación ingresan casi todos los que dijeron algo sobre qué es un país como este después de Sarmiento. De Leopoldo Lugones a Josefina Ludmer, de Scalabrini Ortiz a León Rozitchner. La forma de superponer los alcances de las discusiones es expansiva. No son profetas, ni racionalistas: escriben, y lo que escriben los integra a su vez a cierto espacio que no dominan, el de los que vienen después para escribir sobre ellos, tal caso de González y de quien se lance a leer este libro en la alegría del miedo por preguntarse por libros vivientes.

La cuestión está viva y sus protagonistas conversan cada vez que el lector lee. Pero ya conversaban antes de que abramos el libro. De ahí que ensayos como este, y la mayoría de las intervenciones públicas y las clases de González, generan una “otra cosa” en el lector, como si su protagonismo tuviese varios tiempos a la vez, como si leer, interpretar, reconocer y volverse crítico fuesen un juego de espejos. El libro es un poco de tiempo y asume que hay tiempo que se nos va. Sabe también que hay fantasmas que no nos hablan a nosotros, o que aún no podemos escuchar.

El libro de González está en la historia, no solo porque nada queda fuera de ella, sino porque ahora se lo relee (se lo celebra) colectivamente. El rastreador de mitos sigue haciendo su trabajo, sigue pensando a fondo estas cuestiones y las conversa en esta entrevista. Lo que pasa es que ahora hay, también, un montón de rastreadores de sí mismo descifrando sus motivos.

¿Recordás cuál fue la piedra de toque para escribir este libro?

-El libro se va desorganizando en mi memoria. Puede ser desglosado y hecho añicos, si se busca cada una de las fuentes en que se inspira. No sé cómo se mantiene como una unidad, solamente es una unidad técnica vinculada a la imprenta. Pero debo seguir hablando, en forma oblicua, de las mismas cosas que trataba el libro, por ejemplo de Ramos Mejía. Él es un personaje lleno de enrarecimientos, entre otras cosas, por su escritura. En esa época, hace veinte años, me interesaba mucho una frase que formaba parte de las discusiones: “me sacaste de contexto”. Me parecía que sacar de contexto era una forma de pensar interesante, la fórmula misma de la crítica. Desarreglar la armonía y extraer cada pieza para dejarla solitaria, sin los parantes del texto, para reponerla de otra manera. “Se necesita un Shakespeare latinoamericano”, decía Ramos Mejía. Ese tipo de frases siempre me llamaron la atención y las repito, les doy vueltas aún. Los temas del libro aparecen rotos, creo, dentro de una olla de grillos, que tendían a dialogar entre sí independientes a cada época, en idiomas que tendían a conjugarse en algún punto inesperado, sea la época que fuera.

¿Un “método” al revés?

-La idea de sacar de contexto indicaba la existencia de una forma trágica de leer los textos, contraria a la idea de reponerlos con todo lo suyo, como suele hacerse en la historiografía clásica, de modo de amortiguar los impactos dramáticos en secuencias temporales más apacibles. El drama para mi está en el estallido momentáneo, no en la secuencia temporal. Si ese sacar no era un método, al menos era romper con la explicación que facilitan las épocas, que a su vez siempre me resultan muy difíciles de definir. Terminé encajando en la idea de acontecimiento, de instante o ruptura inesperada, contra los estudios más ligados a lo que se llama “la larga duración”. El libro fue una especie de ironía sobre el ensayismo argentino y la escuela francesa de historiografía de las ideas a la manera que la tomaban Braudel y su discípulo Halperin Donghi en la Argentina. Todo a través de Martínez Estrada, a quien incluso podemos asemejar con Halperin por su tono moral, su idea de construir alegorías. Siempre se cree que Halperin es solo un autor irónico, pero en él yacen toda clase de alegorías, disfrazadas de chismografías de la historia. Es un habilidoso incorporador de la genealogía de los chismes familiares en el amplísimo cuadro histórico que puede llamar Revolución y guerra, que es un título fantástico, aplicable a todos los tiempos.

Paradójicamente, después de veinte años, me doy cuenta de que todo libro ensaya comprender una época a través de sus destellos momentáneos y no de su estructura interna aparentemente coherente. Finalmente un texto se termina inscribiendo en aquello mismo que quiso comprender, aunque de una manera menor.

Está presente en varios momentos del libro la discusión con el término “invención”. Pensaba que la tradición invencionista, digamos, quizá trata a los textos como chismes con los que se puede hacer de todo, como si los textos fueran ingenuos. Creo que vos tenés una postura más compleja de lectura, más dramática. Digamos que la diferencia está en cómo leer. ¿Esto podría ser así?

-En la Argentina hace ya varios años que se lee a Aby Warburg, de donde se desprende toda su analítica de las imágenes. En general, entonces, los hechos históricos son abordados desde las imágenes, desde su exterioridad. Los rodetes, desde Rembrandt hasta Daniel Santoro pintando Evita, por ejemplo. En ese sentido, ese tipo de análisis no se priva de hacer lo que yo no hice: analizar hechos históricos en sí mismos, una guerra, una crisis económica, el precio del vino en un determinado momento de la vida de un país, etc. Escribí Restos pampeanos en el deseo de huir de eso y de leer los textos bajo una esfera atemporal, donde solo existían movimientos retóricos, y esa retorización textualista afectaba la crudeza de la historia, puesta en términos de acontecimientos que afectaban la vida de millones de personas. Es que se respiraba cierto aire derridiano y nos llevaba a pensar que lo que estaba fuera del texto “no era el caso”, como decía Derrida. Como todo termina fatídicamente datado, me temo que este libro será fácilmente datado como un libro de los años noventa.

¿Qué tienen los textos en tanto unidades técnicas fijas, como decías, pero a la vez muy vivas internamente, para decirle a la categoría de invención del momento?

-Esa categoría siempre me pareció muy molesta. En esos años salió el libro de Nicolás Shunway La invención de la Argentina. Me pareció que era una fórmula extrema, que incluso arruinaba lo que había pensado Hobsbawm cuando hablaba de “invención de tradiciones”. Invención de una nación ya me parecía excesivo, porque no puede no haber sedimentaciones en una nación. Hay una permanencia que no es misteriosa pero es residual y que imanta a su vez otros residuos. Eso invalida la idea de nación como invento, y la acerca a la memoria, al linaje. Esto que digo lo estoy pensando con toda la obra de Ernesto Laclau, que sirve para discutir la cuestión invencionista. El punto es que la invención como concepto es producto de la crisis de la dialéctica. El invencionismo estudia en paralelo las formas que una elite política construye su justificación ética, entonces en vez de decir invención es mejor estudiar a fondo la historia de esas elites y sus justificaciones, a la manera de Max Weber. Qué éticas acompañaron a las figuras de un momento de la historia. Reponer la dialéctica serviría para reponer la historia y el ensayismo tendría ahí algo que hacer, tiene esa virtud. Es que en el principio fue el ensayo, después vino siempre la regulación de la escritura, el Estado, las instituciones escribiendo desde sus reglas a través tuyo.

¿No hay entonces una idea de la tragedia del autor, de sus vivencias personales puestas adentro de tu análisis, como si fueran textos?

El nombre del autor es un texto. Por eso también el libro es un punto extremo del nominalismo, que terminaba en la conjunción, en la yuxtaposición, de dos nombres en apariencia muy diversos: Ramos Mejía y Martínez Estrada. Uno como la viga más dura del positivismo argentino hacia 1900 y el otro como la cima del pensamiento vitalista hacia 1940. Esa era la fuerza, creo, el descubrimiento del libro: eliminar el peso que tienen las épocas y poder atribuir ciertas maneras de un autor al otro. En los dos había un fuerte repudio, pero el tema repudiado se convertía en el llamado a rodearlo del afecto del investigador. Sin neutralidad y bajo una inesperada acción de volcarse hacia aquello que se critica, de una manera que implica una especie de reconocimiento que actúa como la forma de un inconsciente. Una escritura de la admiración respecto a un asunto que se repudia. Eso me pareció que era un estilo que podríamos llamar ensayo nacional.

¿Cómo lo escribiste?

-Surge de las clases, supongo. Porque los libros, o son generalmente el resultado de la justa ansiedad del profesor que escribió un libro y luego conversa de eso en clase, o al revés: uno sale de la clase e imagina que eso puede ser escrito en forma de libro. Mi caso sería este último. No recuerdo bien, igual, cuáles clases, qué contexto particular… Porque no pueden ser totalmente la clase. Siempre pensé a las clases en sí mismas, como un objeto autónomo del mundo, una entidad que se satisface a sí misma. El carácter pedagógico de las clases no enseña nada en el momento en que se da, deja un vago recuerdo que puede permanecer mucho tiempo y ser descubierto en el momento en que encaja en algún marco más amplio del contexto. Pero no estamos hablando acá de “marco teórico”, las teorías surgen de un pensar que sabe escapar de sus condicionamientos, de sus marcos previos. El pensar tiene que tener un momento de libertad para estar suelto en el mundo. No está destinado a ninguna configuración anterior, no aporta a un marco teórico, una investigación no es un granito de arena que se aporta a una secuencia que funcionaría como recipiente. Es por todo esto que me pareció que el libro debía autoabastecerse de alguna rareza y esa rareza era la idea de pampa como equivalente a texto, por eso los ecos de Martínez Estrada o los autores que entablaron relaciones así.

Parece como si el libro pensase que la pampa es un enigma tan fuerte como el positivismo, que parecía la cura de todos los males y pasó a ser revisado como un misterio en sí mismo. ¿Esa discusión continua?

-El positivismo es una literatura que se travistió en ciencia, puede ocurrir lo contrario también. Debemos construir el punto donde lo que llamamos ciencia converja con lo que llamamos espíritu crítico o crítica de la razón instrumental. Eso quizá sea una nación, a condición de que sepamos que es un territorio de conflictos. El positivismo es mucho más complejo de lo que la universidad pensó. Es acá donde quiero nombrar a Oscar Terán, a quien siempre respeté mucho y siempre reaparece en mi memoria. Sus trabajos sobre el positivismo y sobre José Ingenieros, son grandes trabajos y a la vez son los que, creo, me impulsaron también a discutir parte de todo esto. Terán ubica el positivismo muy cercano a la construcción de la nación: fundador de la nación y sus instituciones. En Terán no es tanto Roca, como lo era para David Viñas, sino más el propio Ingenieros, Ernesto Quesada, ese tipo de figuras. Quesada puede pensarse, incluso, como anticipo de ciertos rasgos del peronismo: la relación capital-trabajo, el tema del idioma nacional o el bismarckismo. A toda la discusión en torno al idioma de los argentinos y el papel del ejército y las academias. A todas esas cuestiones Terán no les presta tanta atención, en cambio a mí me parecen clave. El positivismo de Quesada derrama un montón de temas que exceden el positivismo: la biología, el estatismo, la regulación de las conciencias, el nacionalismo, el cientificismo. El positivismo no es un concepto íntegro. En el libro trataba de pensarlo como un concepto dispersivo, totalmente diseminado en partículas que se siguen llamando positivismo pero que difieren de autor en autor y de página en página de cada uno de ellos. Eso es lo que lo vuelve interesante. De algún modo lo convertí en algo indefinible. No es una etapa superada de la historia nacional. Por ejemplo, el peronismo aparece con muchos más vínculos con el peronismo de los que se creen. Todo el aspecto doctrinario del peronismo, su axiomático, tiene ecos evidentes del positivismo. Agregaría que la idea de eco es borgeana.

¿Cuánto es veinte años en la historia de los restos del país? ¿Qué vigencia tienen estas cuestiones?

-Ante todo, me parece que es un gesto amistoso considerar este libro un hecho de los aniversarios. No estamos hablando del Facundo o de Muerte y Transfiguración de Martín Fierro, que distintas corrientes de pensamiento toman y retoman como un mojón en la ruta, el kilómetro cero de algo. Por ejemplo, lo que hace Christian Ferrer con Martínez Estrada establece un camino, pone el punto para andar ese camino, además logra replicar, por la importancia y el nivel, el tema que trata. Lo mismo te podría decir de los libros de Eduardo Rinesi o de María Pía López. Pero para no irnos de la cuestión respondo: la época no sabemos qué es, pero es finalmente una venganza. Aun aquellos que se sienten llamados a aliviarla como explicación de los acontecimientos terminan no en su tiempo, sino veinte años después, víctimas de la misma trampa de la que quisieron escapar. Hay algo epocal, pero que puede ser remitido siempre tiempo después, sin que esto elimine la nostalgia. Con el agregado de que en aquel tiempo ni creías en ella, ni pensabas que había que superar sus límites o sus contornos. De ahí que el nombre de la revista Contorno sea sugerente. Ellos admitían la época pero la difuminaban en un contorno. Hoy leída, tiene mucha época y muchas posibilidades de escapar de ella.

Vos decís que tiene que haber una ontología de los textos, un ser de los textos viejos, digamos. ¿Cuál es esa situación hoy en día?

Cuando escribí Restos pampeanos no había leído a Hans Blumemberg, filósofo alemán, cosa que hice por la influencia del amigo Elías Palti. Blumemberg me parece que es el horizonte más completo para hablar de la historia. Hay una idea de que el concepto apresa un tema que es superior al decurso de una historia, por lo tanto no deshistoriza pero pone algo por encima de la ella: la persistencia de un problema. Lo hace, además, pensando que hay herencias filosóficas y librescas que no pueden no estar en ninguna consideración sobre la historia.

Todos los textos nunca se leen igual. Hay lectores de época, pero como lectores hay una herencia, algo que recoger del primer lector. Nunca sos el primer lector de nada, pero te situás en una cadena de lecturas. Bien podríamos tener la condescendencia de transfigurarnos para atrás, no para convertirnos en el primer lector pero sí para sentarnos al lado. Ahí está la sedimentación del lector contemporáneo. No podemos estar en una carrera de Ciencias Sociales sin saber que nuestros sedimentos son un Balzac, un Dostoievski o un Martín Fierro. Esos sedimentos tienen que estar, porque el sedimento es el territorio, pero más abajo. Todas las innovaciones que originan nuevos departamentos universitarios hacen correr un riesgo al sedimento, pero tarde o temprano lo readquieren. Lo que llamamos crisis de los conocimientos es quizá el momento donde las instituciones descubren que hay un sedimento a reconquistar para el presente. No es esto tradicionalismo ni costumbrismo, ni es un historicismo profesional, es el modo en que te toca las espaldas algo ocurrido que había ocurrido para vos. Todo el pasado ocurre en silencio, hasta que algo ocurre para vos y te convertís en el depositario de un eslabón que permite la prosecución de ese sedimento bajo otras condiciones.

 

El 21 de diciembre se celebra el aniversario de la publicación de Restos pampeanos, con un parlamento titulado “20 años. 20 razones”. Desde las 12 del mediodía, en la librería Caburé, México 620. Luego, en el mismo lugar, se presentan las revistas Papel Máquina y El Ojo Mocho