Hace poco escuché esa desafortunada frase que dicen muchas de las personas que se fueron de estos pagos y sueñan con volver: “Formosa es una provincia virgen, acá está todo por hacer”. Mientras miraba mal al pibe que trataba de convencerme de alguna fórmula de éxito que cree haber aprendido en alguna capital del mundo, pensaba en la idea de virginidad como promesa. En esa fantasía tan de macho, a medio camino entre el relato de una tierra prometida, y el deseo de una tierra salvaje, para domesticar y hacerla suya, con la potencia creadora de occidente.

Eso, según me lo explicaron recientemente en Europa, es colonialismo interno. Que yo remarque el punto geográfico donde adquirí la información, también. Me temo que nadie está exento de esta plaga, principalmente porque vivimos en un continente colonizado por Europa y aunque ha pasado mucha agua debajo del puente, el barro de la orilla no ha dejado de acumular mierda. El Golpe de Estado a Evo lo deja más que en evidencia. Y cómo se llama el colonialismo de Europa, me pregunto, cuando celebra la continuidad en el poder de Merkel y calla ante el golpe de Estado en Bolivia, porque teme apoyar a un presidente indígena bajo el pretexto de que su continuidad en el cargo es “peligrosa”. Como se llama eso ¿Colonialismo a secas?

La doble vara con la que Europa mide la realidad política latinoamericana y la suya, es la misma doble vara con la que la capital, suele medir a las provincias en Argentina. Es como un dejo paternalista, que emerge cuando hablás con casi cualquier persona que lleva un tiempo viviendo en la gran urbe. Dan por sentado que todes estamos tomando como referencia para construir nuestro presente su devenir, o su "progreso". Y capaz que no, che. #sorrynotsorry. Lo que sí es cierto es que en Latinoamérica, cuanto más te alejas de las capitales, menos se siente la presencia tácita de occidente. Algo propio persiste, insiste, se resiste a ser domesticado y crece, como un yuyo en la grieta de una vereda rota. Es lo que buscan les turistas de Puerto Madero, cuando arman la mochila y se van para el norte a conectarse con la Pachamama. Claro que una cosa es consumir una identidad (el turismo es una forma de consumo ¿no?), y otra muy distinta, es tener que dialogar en igualdad de condiciones. Imagino que la cosa se complica más si el diálogo es por la distribución de recursos y en mi experiencia, lxs ricxs no son muy de dialogar cuando pierden. Y sino pregúntenle a lxs chilenxs.

Un poco entiendo a les turistas que vienen al norte, me da mas pena cuando tratan de convencerse de que no son turistas porque están “viajando”. Pero entiendo su vacío, es difícil experimentar la espiritualidad sin una cierta coreografía colectiva. Yo desconfío de todo lo que resuene en Buenos Aires y/o en internet, porque es fija que termina en útero sagrado. Y a mí todo eso me suena muy transfóbico.

AL ROJO VIVO

Al día de hoy, el único ritual colectivo en el que puedo vivir mi espiritualidad, es la fiesta de San Juan. Una celebración en la que la gente cruza descalza, a las 12 de la noche, un camino hecho de brasas al rojo vivo, sin quemarse. La festividad gira en torno al fuego. Hay juegos como una pelota en llamas (la pelota ta-ta) y un traje hecho con una calavera de toro, que alguien utiliza para embestir a la pequeña multitud, con los cuernos prendidos fuego (el toro candil). No es una fiesta espectacular, es muy border. No hay nadie que centralice su desarrollo. Si hay alguien que cuida del fuego. Hasta ahora solo vi hombres cis a cargo, igual hasta donde se, no hay reglas que prohiban nada. Por lo general, unxs xachxs prenden a la pelota ta-ta y la revolean al aire de una patada. La gente grita y empieza a correr o a patearla, en una coreografía espontánea, en la que todes nos ponemos en peligro y al mismo tiempo, nos cuidamos. Hablo de una pelota de trapo, del tamaño de una pelota de fútbol, prendida fuego, girando por el aire, rozando la espalda de una señora que sostiene una silleta y un termo de mate, y no puede más que agacharse, mientras se ríe a carcajadas. De chiquita solía patear la pelota, ahora solo me río como la señora y en vez de resguardar el termo, abrazo la cámara, pensando que si ligo un pelotazo en la cara puedo terminar con alguna quemadura de segundo grado. Lo que es curioso es que en todos los años que he ido a la fiesta (y han sido muchos), nunca vi a nadie quemarse.

A las 12 de la noche, 4 o 5 personas se descalzan, frotan los pies en la calle de tierra y caminan sobre el colchón de brasas, en el que todavía habitan pequeñas llamas, de la gran fogata que acaba de ser sacrificada para la prueba de fe. Antes de cruzar, rezan a un santo que cobra protagonismo repentinamente, cuando alguien lo alza a la multitud gritando “Viva San Juan”. No podría decir cuánto dura todo esto porque el tiempo parece detenerse. La pequeña multitud que rodea el camino responde gritando “Viva” y las personas de fe, cruzan, medio apuradas por el cagazo, medio empujadas por la vibración del “viva” colectivo.

 

Hace varios años que filmo el ritual, quería hacer algo con eso pero empiezo a creer que los rituales no pueden ser mediatizados. Ahora lo hago para renovar la esperanza de que todavía existan experiencias inapropiables por esa máquina devoradora del siglo XX, la antesala del turismo: el cine. Además, me dejan entrar al círculo que separa la multitud de las brasas. Hace calor ahí, en el centro del ritual. Dicen que si tenés fe no te quemas, yo alguna vez quise cruzar pero mucha fe a un santo no le tengo. Así que la cosa es más o menos así: aquí nos juntamos a jugar con fuego y en nuestras reglas, no hay vencedorxs ni vencidxs.