La edición discográfica tiene una doble vida. Por un lado, es un negocio. Y, por el otro, es parte del patrimonio intangible de la humanidad. El lado del negocio está regulado legalmente (a favor de las empresas, obviamente). El otro no. Todos saben cómo se daña una pintura o una escultura y qué significan unos tajos en La ronda nocturna (que además era diurna pero estaba sucia) de Rembrandt o unos martillazos en La piedad de Miguel Angel. La situación de la música grabada es mucho más compleja.

El perjuicio sobre la obra de Gardel, de la que un 88 % resulta inaccesible (la última edición completa de sus más de 800 grabaciones oficiales fue realizada en vinilo hace aproximadamente medio siglo) es un caso testigo. Y la reciente decisión de Litto Nebbia –ver aquí la nota publicada por PáginaI12: https://www.pagina12.com.ar/22953-a-los-tipos-poderosos-de-la-industria-nadie-les-dice-nada– de editar los discos de Los Gatos , cuyos derechos pertenecen (todavía por veinte años más, según la última legislación en la materia) a Sony que, sin embargo, no realizó edición alguna de ese material, pone en escena algunas de las características de la cuestión que deberían ser analizadas. Los sellos discográficos podrán decir, en uno y otro caso, que son empresas privadas, que tienen derecho a decidir qué publicar y qué no y que nada los obliga a abordar emprendimientos comerciales que consideran a priori deficitarios. Y tienen razón. Porque la ley existente no les fija obligación alguna para gozar de ese derecho.  

En 2011, se incorporó el artículo 5 bis a  la ley 11.723 –Propiedad Intelectual– respecto de los plazos de protección de los fonogramas y de las interpretaciones y ejecuciones musicales fijadas en fonogramas. El proyecto de Ley fue una iniciativa de los legisladores Miguel Angel Pichetto (FPV Río Negro), José Pampuro (FPV Buenos Aires), Ernesto Sanz (UCR Mendoza), Pedro Guastavino (FPV Entre Ríos) y Liliana Fellner (FPV Jujuy). Su cercanía con el deseo de las discográficas se notaba ya en la justificación que esgrimió en su momento Pampuro:  “Un caso claro y paradigmático, es el primer álbum fonográfico interpretado por Mercedes Sosa, titulado La voz de la zafra’ publicado en 1961, y caerá en el dominio público en el inminente 2011 si la legislación no fuera modificada como se aquí se propone”. Más allá de que en el dominio público no se cae, lo que el legislador no decía es que la empresa a la que se le prorrogaba su derecho exlusivo sobre ese disco no había realizado ninguna edición posterior a 1961, en ningún formato.

Dejando de lado la confusión entre la protección a las compañías que editaron un material discográfico por primera vez y el derecho de autor, que nada tiene que ver y que los artistas o sus derecho habientes cobran independientemente de quién publique sus grabaciones, la ley podría ser buena con apenas unos pocos agregados en su reglamentación. La primera es que, transcurridos cincuenta años de publicado un material por primera vez (para no dar a la corrección un carácter retroactivo), los músicos o sus herederos tuvieran derecho a renegociar sus regalías con las compañías. La segunda debería plantear que los sellos discográficos perdieran su derecho de exclusividad sobre toda grabación que permaneciera fuera del catálogo por más de dos años o que fuera editada comercialmente sin recurrir a la máxima tecnología de restauración sonora existente u omitiendo datos existentes de su ficha técnica. Corregir una ley absurda y evitar la legitimación del principio del perro del hortelano sería un primer paso fundamental. El otro, y ya por fuera de la cuestión empresaria, sería que los Estados nacional y provinciales reconocieran lo sonoro como parte del patrimonio cultural y asumieran programas concretos destinados a su rescate, preservación y divulgación.